LOS LARREA, UNA FAMILIA QUE LOGRÓ HACERLE JAQUE AL DOLOR (JAVIER ESCOBAR)
Juan Larrea habla en un tono medio, tranquilo. Atahualpa se sienta a su lado y espera las preguntas. Marcela se ubica del otro lado de la mesa, mate en mano, mientras Nehuel y Huerquen juegan a unos pocos metros, lejanos a la charla y a los malos recuerdos. Viven en Santa Rosa de Lima, sobre calle Aguado, en una de las zonas que el Salado azotó, en forma literal, en 2003.
“El agua entró el 29 de abril, cerca de las 10 de la mañana. Durante toda la noche hubo corridas. Nosotros, muchos vecinos, estábamos acostumbrados a ir al terraplén a ver el pelo del agua. Esa noche muchos fueron y faltaba más de un metro. Pensábamos que nunca nos íbamos a inundar”, comienza a contar Juan. Marcela acota al comentario: “En el 82-83, recuerdo que nos subíamos al terraplén Irigoyen y el agua estaba al borde, te salpicaba; pero no entraba”.
Sigue Juan: “Nuestra idea era que la única forma de inundarnos era si el agua pasaba por arriba del terraplén. Jamás se nos ocurrió que podía estar abierto en algún lugar. Incluso no entendíamos por qué los rumores de que nos íbamos a inundar nosotros, si el agua estaba entrando por el Hipódromo. Y a la mañana, ya empezó el caos y las corridas. Yo era empleado municipal, había ido a trabajar y ahí nos dijeron que había que empezar a repartir bolsas de arena”.
La descripción de Marcela del momento en que llegó el agua permite visualizar el trágico escenario: “Habíamos puesto bolsas de arena. Fui hasta la casa de mi hermana, que vive a la vuelta, le dije que salieran, que se fueran rápido. Había salido de acá con el agua al tobillo, hice una cuadra ida y vuelta, y ya me llegaba a media pierna”.
Sin tener noción de que horas después su casa completa iba a estar bajo el agua, el matrimonio había comenzado a alzar heladera, televisor y otros electrodomésticos a la mesa. Cuando el agua llegó a ese punto, se dieron cuenta de que ya no quedaba mucho tiempo.
“Él se subió al techo. Yo agarré una mochila con una muda de ropa para Ata, lo alcé y salimos por la ventana, porque ya no pudimos abrir la puerta. Ahí tenía el agua en la cintura; cuando estaba llegando a calle Estrada, a una cuadra, ya me llegaba al pecho. Creo que fuimos los últimos en cruzar la vía antes de que nos tape el agua”, recuerda Marcela.
En 2003, Atahualpa tenía cinco años. “Me acuerdo de algunas imágenes, pero se me hacen borrosas. A veces no sé si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo. Sí me acuerdo cuando el agua pasó la reja del frente de mi casa. Salgo con mi mamá y me acuerdo que miraba a la perra que teníamos. Sabía que lo importante era escapar”, dice. Juan sería el salvador de la mascota, antes de subirse al techo.
El papá de la familia recuerda que estaban todos los vecinos en los techos: “Hubo algunos, de las cuadras que están más atrás, que aún arriba de su casa se quedaron parados sobre las chapas toda la noche con el agua al pecho. Ya no podíamos salir”.
En la casa de los Larrea el agua demoró 20 días en terminar de bajar. “Hubo unos 50 centímetros que estuvieron muchísimos días en irse. Volvimos con unos 20 centímetros de agua adentro. Hicimos tarimas para quedarnos mejor. Después que volaron la Circunvalación, bajó el agua y pudimos empezar con la limpieza, tirar las cosas y tomar conciencia de lo que había pasado”, relata Juan.
Y las imágenes, las instantáneas que quedaron grabadas en las pupilas se entrelazan y van armando la historia de, por ejemplo, lo que fue la solidaridad, la hermandad que se generó en medio del caos entre los vecinos.
“Un hombre que vive todavía en la otra cuadra pasó, cuando estábamos saliendo, con un colchón grande y arriba llevaba a los bebés, los chiquitos sentados. Mientras los papás quedaban en los techos, él llevó a los nenes hasta el Hospital de Niños, justo cuando también empezaba a entrar ahí el agua. Y además, acá no se murió ni un abuelo, porque los sacaron a todos”, describió Marcela.
“Los pescadores y la gente que tenía carros y caballos ayudó muchísimo esa primera noche, porque no entraba nadie a ayudar. Salvaron a mucha gente. Los pescadores anduvieron toda la madrugada con las canoas y la gente los llamaba desde los techos de las casas. Primero sacaban a todos los chicos y a los abuelos. Al día siguiente sí llegó el Ejército y el resto de la ayuda”, agradeció Juan.
Y en medio de todo el dolor, de las fotos perdidas –de Atahualpa bebé sólo quedaron dos, corridas por el agua–, de los años de sacrificio borrados en segundos, una jugada del azar trajo una sonrisa al nene evacuado.
“Habíamos salido sin nada de casa. Nos estábamos quedando unos días en lo de una familia amiga, le pedí a mi mamá un juguete y ella me trajo un juego de ajedrez. Aprendí en uno o dos meses, con el manual de instrucciones”, repite la historia Atahualpa, una vez más, como tantas veces en los últimos años a pedido de los medios.
En los años siguientes, las medallas, diplomas y reconocimientos ganaron espacio en una vitrina hoy repleta. Homenajeado por distintas instituciones, tales como el Concejo Municipal santafesino, el deportista creció en las competencias de ajedrez hasta trascender incluso las fronteras del país.
Lejos de encontrar el objetivo final, la familia decide crear el Lugar Barrial de Ajedrez, un espacio que muchos vecinos de Santa Rosa de Lima hoy sienten como propio. “En 2005 descubrí que el ajedrez no era sólo un deporte, sino que tenía una faceta social. En esa época, al igual que en sus orígenes, el ajedrez se concebía como un deporte costoso y de las altas clases sociales; pero yo tenía la idea de que fuera libre y gratuito”, explica Ata.
“Después de la inundación hubo mucha miseria y exclusión y así surge la idea de crear una escuelita de ajedrez, como una forma de incluir a los chicos. Muchos empezaron a venir los sábados por la copa de leche y luego decidieron aprovechar la oportunidad de aprender”, cuenta.
Juan refiere también la concreción de lo que en principio fue un sueño como fundadores del Lugar Barrial de Ajedrez: “Tuvimos una experiencia muy linda este año. Cuatro chicos de la primera camada que arrancó en 2005, hoy tienen entre 18 y 21 años. Vienen a preparar la leche, a lavar las tazas, a ayudar a los chicos. Pero no sólo eso, sino que este año ingresaron al Ministerio de Educación como instructores de ajedrez en escuelas primarias. Es decir que tuvieron la oportunidad de estudiar y esforzarse y hoy tienen un futuro mejor”.
Atahualpa es un ejemplo para muchos en el barrio y más allá de la pasión que muestra por el deporte, se aleja del individualismo tan presente en estos tiempos: “Muchos me preguntan qué hubiera sido si no hubiera ocurrido la inundación, si hubiera conocido el ajedrez de otra manera. Lo único que puedo pensar es que hubiera preferido mil veces más que no existiera la inundación, aun a costa de no conocer el ajedrez”.
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