Tal vez el dato más sugestivo que brindó la movilización del pasado 18 de abril, fue la presencia de los políticos opositores en la calle, una presencia aceptada y, de alguna manera, solicitada por los dirigentes de la protesta social. El acontecimiento muy bien podría interpretarse como un aprendizaje por parte de manifestantes que hasta ese momento mantenían serios recelos contra los dirigentes políticos, y muchos de ellos aún se mantenían leales a la vieja consigna del 2001: “Que se vayan todos”.
Por primera vez desde que se inauguró la modalidad de los “cacerolazos” la dirigencia política se sumó a la protesta. ¿Podrá esta cercanía circunstancial avanzar hacia algo más serio? |
Habría que prestar más atención, por lo tanto, a ese detalle que todos registraron aunque no estoy seguro de que todos hayan intentado analizarlo en su originalidad. En principio no es un dato menor que en las movilizaciones sociales más amplias y masivas de los últimos treinta años, la calle haya sido ocupada por la oposición social y la oposición política. Esto hasta la fecha nunca había ocurrido; oposición social y oposición política parecían realidades que circulaban por carriles diferentes y, en algunos casos, antagónicos. Esta vez todos estuvieron juntos. La inevitable e incluso deseable diversidad social y política, se unió para expresar en términos pacíficos pero ruidosos la oposición, la crítica e incluso el rechazo a un gobierno y a su máxima titular.
Las enseñanzas que deja el 18 de abril son elocuentes. La “calle”, por expresarlo de alguna manera, ha aprendido la lección y entiende que liberada a su propia suerte o liberada al apoliticismo toda manifestación tarde o temprano se disuelve en el aire, se esteriliza socialmente. Seguramente no resultó sencillo arribar a estas conclusiones, dar un paso que muchos le temen por buenas y malas razones. Pero finalmente se dio, se aceptó que los políticos opositores compartan la protesta. La invitación fue amplia y generosa. No se registró un solo incidente, los dirigentes de amplio arco político de la oposición confraternizaron en la calle con los manifestantes, algunos con más entusiasmo, otros con menos, pero lo diferente con relación a las otras manifestaciones fue esta presencia o esta fraternidad forjada en la calle y al calor de la protesta.
Digamos, entonces, que la oposición social ya hizo lo que tenia que hacer. Abrió el juego o permitió que se abra, superó añejos prejuicios y resistencias y recibió con los brazos abiertos a los políticos. Ahora los que tienen la palabra son los dirigentes políticos. A ellos les corresponde ahora elaborar las conclusiones apropiadas y transformarlas en decisiones.
¿Podrán hacerlo? Está por verse. El pasaje de la oposición social a la oposición política suele ser más complejo de lo que parece al primer golpe de vista. Por lo pronto, el mandato de la calle es simple, efectivo y perentorio: la oposición debe unirse. No hace falta ser un sabio para advertir que la fragmentación opositora es la clave de la victoria oficialista. Dicho con otras palabras, una oposición dividida es funcional -y en algunos casos cómplice- a la perpetuación del kirchnerismo en el poder.
El reclamo a la unidad de todos hoy parece imponerse, pero un dirigente político tiene derecho a advertir que los mismos que hoy le exigen que se unan, son los que luego le reprochan por presentar ofertas políticas que no van más allá del vulgar amontonamiento. Es fácil y tentador reclamar la unidad de todos en esta coyuntura, pero cuando llegue la hora de las responsabilidades de gobernar hay que hacerse cargo de esa suerte de bolsa de gatos en la que se transforma un equipo de gobierno cuando se juntó el agua con el aceite.
El problema es que las exigencias de la política suelen estar traducidas al tiempo presente y no al tiempo futuro. Es interesante pensar a la política con perspectivas de mediano y largo plazo, es interesante y en algún punto necesario, pero cuando las sociedades están colocadas en situaciones dramáticas el tiempo presente es el que se impone. El drama como tal se conjuga en tiempo presente. La pregunta a hacerse en estos casos, es si la situación es tan dramática que exige deponer diferencias, rivalidades, en nombre del acuerdo contra un enemigo principal. La pregunta a responder en este caso es si el actual regimen populista coloca a la convivencia social en un límite tal que impone la unidad de todos, incluso de los que en otros tiempos se detestaban. A esta pregunta alguien la puede refutar diciendo que esto ocurriría en caso de ataque extranjero o catástrofe nacional. Si esta es la comparación, queda claro que la Argentina está lejos de ello. Sin embargo, puede haber otro tipo de comparaciones que permitan afirmar que la nación está en peligro y que la oposición al kirchnerismo es un deber patriótico ante el cual se deben dejar de lado las diferencias domésticas, las pequeñas rencillas, para unirse.
¿Es posible? Es posible, pero no es sencillo. Yo creo que la Argentina no está al borde de una tragedia devastadora, pero convengamos que no hace falta el Apocalipsis para ponerse en estado de alerta, sobre todo cuando la república está sometida a la ambición de un régimen que pretende perpetuarse en el poder, un regimen que como muy bien lo ha dicho su máxima conductora, está decidido a ir por todo, incluido el estado de derecho.
¿Hace falta algo más peligroso para unirse? Creo que no. Es más, creo que lo irresponsable sería no hacerlo. La unidad de la oposición es lo que no quiere el kirchnerismo, la unidad de todos es, por lo tanto, lo que debe pretender la oposición. La unidad así planteada es una necesidad social y política. Y tal vez histórica. Los opositores ya se han dado el gusto en el 2011 de practicar la vanidad de las diferencias y así les ha ido. Ahora la exigencia es la unidad. ¿Hay dificultades, hay riesgos? Por supuesto que los hay. No estaríamos en el territorio proceloso de la política si no los hubiera.¿Falta un líder? Si se hacen las cosas bien, el líder llegará y si se hacen muy bien es posible que incluso no sea necesario. Considero al respecto que es preferible someterse a la ley y no a un líder. Como se dice en estos casos, hay que seguir ideas, proyectos, esperanzas, no personas. Basta de Mesías, de iluminados o iluminadas, sería deseable que el cambio que se pretende forjar incluya, además, que lleguen al gobierno personas normales, personas que toman decisiones, cumplen sus mandatos y se vuelven a sus casas, en definitiva, personas que se creen personas, no dioses o diosas adorados por una corte de imberbes, rufianes y canallas.
Insisto, no será fácil, pero hay que hacerlo. Seguramente habrá que cumplir etapas. Si los manifestantes tuvieron su aprendizaje gradual en la calle, los políticos deberán proponerse realizar el aprendizaje de la unidad, la convivencia entre diferentes. Tal vez el primer paso sea un acuerdo en dos planos, uno alrededor de principios y certezas que todos deberán aceptar sean gobierno u oposición. Y el otro acuerdo, entre quienes consideran que disponen de las afinidades necesarias para oponerse pero también gobernar.
Planteado en esos términos, el acuerdo en los dos planos parecería ser la solución más prudente. Pero no está de más advertir que la solución más prudente no es siempre la más adecuada o la definitiva. Al respecto, importa señalar que el acuerdo en los dos niveles se presenta como un excelente punto de partida para aprender a trabajar unidos, pero no estoy seguro de que ese punto de partida sea al mismo tiempo el punto de llegada. Intuyo o presumo que la exigencia de unirse todos contra el “mal principal” sea el imperativo histórico más fuerte, el imperativo que reclama la sociedad para ingresar en serio en el siglo XXI.
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