La tarde-noche invita a este dulce olvido momentáneo, a este pequeño placer displicente, que la primavera nos arroja al rostro en forma de brisa, de encuentro, de sabor.
"Gas, lúpulo, cebada quieren expulsar, acallar los demonios del día...".
Foto: ARCHIVO
ESTANISLAO GIMÉNEZ CORTE
I
El líquido entra en el cuerpo y acaricia la carne desde adentro. La ceremonia se inicia, se interrumpe y recomienza, al calor del ánimo de los presentes. Apenas iniciada, ésta reconcilia al hombre con el mundo y calma sorbo a sorbo una suerte de sed milenaria que arrastramos y que no sabemos de dónde viene. El torrente tiñe la sangre y toma arterias y venas, abriéndose paso hacia los miembros superiores e inferiores, que descansan entonces en su manía de señalar cosas y firmar papeles y se empeñan en seguir el ritmo de una canción. Huesos, músculos y órganos, en movimiento acorde, abandonan por un rato su mera función físico-química y se acercan a saltitos a lo sensible y al ritmo. Gas, lúpulo, cebada quieren expulsar, acallar los demonios del día que, agazapados todavía, aferrados, nerviosos, no pueden impedir que salgan ahora más libres y más livianas las palabras, atragantadas y secas hasta recién nomás. De pronto el alrededor se torna menos pesado, más pequeño, menos importante.
II
La tarde-noche invita a este dulce olvido momentáneo, a este pequeño placer displicente, que la primavera nos arroja al rostro en forma de brisa, de encuentro, de sabor. Los sentidos, los poros abiertos se ofrecen a la energía del entorno, a la voz bella de alguien amado, a la mano abierta de alguien amado. Las personas se prestan a la conversación, generosas; generosa fluye ésta, río estimulado de voces que flotan y salen, lubricadas, impulsadas al viento de la costanera por el fino fluido. La espuma hace entonces que su magia prospere: dobla por un rato las líneas rectas de las construcciones y las conductas; nutre los huesos con una lámina o pátina; alivia la dureza de los gestos. La espuma hace que de la áspera superficie de las cosas afloren suaves marcas sugeridas, mínimos descubrimientos de bellezas hasta recién imperceptibles, mientras la respiración incorpora la fresca infusión y el diálogo ronronea como un arroyo mediterráneo. Combustible que conecta a las gentes, la bebida recorre a velocidad nuestras armaduras y trajes y los torna un bollito de papel o una forma arbórea y natural, dándole savia nueva al espíritu cansado. Todas las fuerzas del hombre, todas las energías de la jornada quieren ir morosamente hacia ese momento en que el día cede, al minuto en el que hombre cede y se da las manos con fuerzas latentes que están ahí, apenas detrás de las obligaciones, debajo del trabajo, detrás de las reuniones y de la última esquina del centro.
III
La cerveza es al tiempo agua de los poetas, recreo de los obreros que acaban su día, motor de la charla postergada; es viento para los cuerpos acalorados y preludio para los amantes que se arrojan sobre sí; la página que pasa del día a la noche, el límite que se sale de la tarea para entrar al placer; el acabose de la urgencia autoinfligida y el movimiento de las fuerzas recónditas de los deseos que despiertan del letargo. Ofrecida compañía, la cerveza abre por goteo una calma que se va haciendo persistente y hermosa, aquí en el cuello rígido, allá en un masaje en la espalda corva, acá una placidez en la contracción de los brazos tensos y un ápice de luz para los ojos lacrimosos. Desde allí salen a mostrarse y a decirse los apetitos: la noche los acerca, susurrante, al oído del sujeto enmudecido. La sed no puede ser saciada pero permite salir a la palabra humedecida. Ésta es en ese momento y por ese influjo más sonora, más precisa y más verdadera que las cientos de miles que decimos metálicamente, con la voz seca, el resto de la jornada.
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