"El chico que hoy se va, no se va por problemas en la escuela, sino por problemas en el barrio", sentencia Alejandra Alvarez, directora de la 1.257, en pleno corazón de Las Flores Sur.
"El chico que hoy se va, no se va por problemas en la escuela, sino por problemas en el barrio", sentencia Alejandra Alvarez, directora de la 1.257, en pleno corazón de Las Flores Sur, uno de los vecindarios más sacudidos por la pobreza, el narcotráfico y, paradójicamente, hasta por el propio combate del delito, cuando lo hay. La escuela, que está por cumplir 30 años, en los 80 llegó a tener casi 1.500 alumnos, pero los fue perdiendo y en el 2010 no alcanzaba ni a 200. Problemas de infraestructura y servicios, sobre todo con el agua y la luz, acostumbraron a las familias a que las clases se suspendieran y así fue como los chicos se fueron yendo. Pero hace tres años empezó otro proceso. "Simplemente, la escuela se abrió al barrio y dejó de ser expulsiva", asegura su directora, convencida de que ese "es el mejor lugar que tienen los chicos en el barrio". Donde además de clases encuentran "baño, comida, juego, afecto, contención", una oferta que es imperioso hacer valer ante un afuera de pura dureza.
Para entender cómo pega la realidad social de Las Flores Sur —crudamente, el barrio de Los Monos— en la escuela Crucero ARA General Manuel Belgrano basta saber que la matrícula "va y viene".
La directora habla de "migraciones", pero en realidad ese concepto no alude al desplazamiento de las familias por trabajo golondrino o por tradición cultural (como de hecho se da en otras zonas de la provincia e incluso en la propia Rosario, por ejemplo en la comunidad toba), sino por "miedo" y por "conflictos barriales". Cuando las papas queman en la calle, no queda otra que irse.
De allí que se sigan recibiendo nuevos alumnos a cualquier altura del año y que, cuando algún nene deja de asistir a clases, para la escuela sea indispensable contactarse con los centros de salud del barrio (provincial y municipal) para saber si se trata de una ausencia fundada en razones sanitarias.
Por eso, también, la jornada docente está lejos de agotarse entre las paredes del aula. Por el contrario, incluye frecuentes visitas domiciliarias y cantidad de actividades extracurriculares.
Que no son un adorno para la dimensión educativa, sino medularmente educativas. Organizadas como proyectos, esas actividades incluyen talleres en contraturno (por ejemplo, de ajedrez, de tecnología y de fortalecimiento del aprendizaje para chicos que presentan dificultades o tienen sobreedad), programas de capacitación docente (como el de Palabra y Gestualidad), dormidas dentro de la escuela, viajes y campamentos (de uno o dos días según la edad de los chicos, y con enorme esfuerzo para costear los traslados).
La 1.257 también sostiene los programas Saberes y Sabores —huerta orgánica, preparación de aceites saborizados y de pizzas— y Muralizando, una actividad que nació por iniciativa de las docentes Celina Duri y Corina Iocco y que se sostiene a pulmón: las chicas salen con sus alumnos y un carrito de supermercado donde llevan latas de pintura. Cuando encuentran un paredón, el frente de una casita, un negocio o una entidad dispuesta, allí se detienen y lo pintan.
La meta es llegar a la jornada extendida. "La escuela lo viene pidiendo hace años con mucho apoyo de los padres, que también entienden que sus hijos no van a estar en ningún lugar mejor que acá adentro", afirma la directora.
Además, se organizan jornadas de juego con las familias, festejos de la comunidad educativa y reuniones interbarriales, donde se abordan problemáticas comunes con otras entidades y organizaciones del lugar.
La clave pasa por impulsar la participación comunitaria, porque la vulnerabilidad de los chicos está íntimamente ligada a la vulnerabilidad de los padres. Si se logra comprometerlos, la mitad de la batalla está ganada.
En medio del diálogo entre la directora y LaCapital, suena el timbre que anuncia la hora de la copa de leche, apenas un par de horas después del almuerzo, para muchos su única comida fuerte del día.
Cientos de chicos van camino al comedor. Se los ve tranquilos, contenidos, en cursos relativamente pequeños, lo que ayuda. La escuela ha ido ganando color, se lo ve: literal y metafóricamente hablando. Hoy tiene el doble de alumnos que hace tres años. Y va por más.
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