Desde el jueves pasado y hasta este domingo, y del jueves próximo hasta el sábado 16, se presenta en ATE Casa España la obra “Más respeto que soy tu madre”, con localidades agotadas.
Ingredientes: un guión del genio de Hernán Casciari, un protagónico encarnado por un actorazo como Antonio Gasalla, una casa de barrio de una ciudad cualquiera (Mercedes, en este caso), tres adolescentes, un marido y un abuelo.
Unir los elementos y untar la base con unos gramos de escatología. Agregar unas medidas de tensión sexual y violencia latente. Tamizar con unos gramos de promiscuidad y grosería. Cuando se logre una pasta homogénea, rebozar con sentido del humor en dosis generosas y hornear. El resultado: siete salas de ATE Casa España repletas, aplaudiendo a rabiar.
Antonio Gasalla -y un elenco formado por Enrique Liporace, Mariana Melinc, Nazareno Mottola, Esteban Pérez y Juan Carlos Puppo- cocinan con estos y otros ingredientes la obra “Más respeto que soy tu madre”, basada en el blog homónimo del talentoso escritor argentino Hernán Casciari (elegido en Alemania como el mejor del mundo), bajo dirección del propio Gasalla.
Una mujer, un holograma de tantas: ama de casa con sueños frustrados, amante del cine, madre de tres adolescentes, esposa de un primate que no se entera de nada de lo que ocurre en la casa -y cuando se entera, no entiende- y, para más inri, un suegro fumón. La situación explota a cada paso por el lado del absurdo y genera carcajadas en torrente.
Ella, Mirta Bertotti, nos habla a nosotros -espectadores, lectores del blog- y nos cuenta sus avatares. Su abnegada rutina de aplicar aprestos, lustrar zapatos, lidiar con el irrefrenable despertar sexual de la nena, contener los secretos que habitan la casa para que no lleguen a oídos del simio/marido desocupado y desaten el desastre. La escena es, claro, la cocina: allí se cuecen historias que bordean siempre el filo de lo inverosímil, pero que están abrazadas a una pizca de realidad: ¿quién no conoce una mujer así? ¿Quién no tuvo nunca cerca a una Mirta?
El aguante
El blog -el escenario- funcionan a modo de catarsis: asfixiada por una familia en la que todos -ella, la primera- gritan, se pegan, se frotan, se excitan, gritan otra vez, se mueven como pájaros desesperados en una jaula invisible; Mirta abre la ventana para mostrarnos su desgraciada vida.
Ella, que conoce los secretos de todos, no tiene a quién contarle los suyos. “Cuando mi marido pide mates de esa manera, es porque está desorientado”, llega a explicar. “Tengo 51 años y muchas ganas de llorar y de que alguien me abrace”, confiesa, en uno de los pocos tramos donde la risa queda suspendida en el aire.
La heladera herrumbrada, el portarretrato con la foto del Diego, el calefón oxidado, el tele omnipresente, las sillas destartaladas, las ollas viejas: los treinta años de casados son pesados como hierro y la escenografía lo delata.
Ella -su batón, su delantal, su cuerpo abandonado al paso de los años como quien se deja arrastrar por una ola- cuenta la historia desde su agotamiento, y ese cansancio provoca un efecto que si no fuera risa sería desolación.
La plata que no alcanza es telón de fondo para ese estado de empantanamiento, de no poder salir, de remar en dulce de leche. Y el recuerdo del empleo que alguna vez fue, de los tiempos mejores, de los proyectos soñados que la realidad convirtió en pesadillas más o menos soportables. “Vos sabés que yo me las aguanto, y después se me pasa”, le dice ella a uno de sus hijos, cómplice, afectuosa, resignada.
Esa mujer, que se alegra de no haber recibido nunca golpes estando embarazada, tiene un solo límite. Sólo una cosa no podría soportar, y es que la familia se desintegre. En ese empeño, en esa necesidad de no cambiar ningún paso de la receta, deja la vida.
Saber
El aplauso es cerrado. Gasalla pide un minuto y habla: “Gracias por tanto cariño y perdón por la suspensión. Tengo la casa llena de medallitas. Estoy bien: mientras pueda caminar y me dé la cabeza, seguiré trabajando”, dice. Las funciones de “Más respeto...” estaban previstas para septiembre, pero debieron reprogramarse por problemas de salud del protagonista.
“A partir del personaje de la abuela, tengo conmigo a toda la tercera edad. Hablen con los viejos, che. Ellos son la sabiduría. Hoy los protagonistas de todo son los niños, pero no se olviden nunca de hablar con los viejos. Ellos siempre van a saber”, se despide, recogiendo aplausos como en un abrazo imaginario.
Unir los elementos y untar la base con unos gramos de escatología. Agregar unas medidas de tensión sexual y violencia latente. Tamizar con unos gramos de promiscuidad y grosería. Cuando se logre una pasta homogénea, rebozar con sentido del humor en dosis generosas y hornear. El resultado: siete salas de ATE Casa España repletas, aplaudiendo a rabiar.
Antonio Gasalla -y un elenco formado por Enrique Liporace, Mariana Melinc, Nazareno Mottola, Esteban Pérez y Juan Carlos Puppo- cocinan con estos y otros ingredientes la obra “Más respeto que soy tu madre”, basada en el blog homónimo del talentoso escritor argentino Hernán Casciari (elegido en Alemania como el mejor del mundo), bajo dirección del propio Gasalla.
Una mujer, un holograma de tantas: ama de casa con sueños frustrados, amante del cine, madre de tres adolescentes, esposa de un primate que no se entera de nada de lo que ocurre en la casa -y cuando se entera, no entiende- y, para más inri, un suegro fumón. La situación explota a cada paso por el lado del absurdo y genera carcajadas en torrente.
Ella, Mirta Bertotti, nos habla a nosotros -espectadores, lectores del blog- y nos cuenta sus avatares. Su abnegada rutina de aplicar aprestos, lustrar zapatos, lidiar con el irrefrenable despertar sexual de la nena, contener los secretos que habitan la casa para que no lleguen a oídos del simio/marido desocupado y desaten el desastre. La escena es, claro, la cocina: allí se cuecen historias que bordean siempre el filo de lo inverosímil, pero que están abrazadas a una pizca de realidad: ¿quién no conoce una mujer así? ¿Quién no tuvo nunca cerca a una Mirta?
El aguante
El blog -el escenario- funcionan a modo de catarsis: asfixiada por una familia en la que todos -ella, la primera- gritan, se pegan, se frotan, se excitan, gritan otra vez, se mueven como pájaros desesperados en una jaula invisible; Mirta abre la ventana para mostrarnos su desgraciada vida.
Ella, que conoce los secretos de todos, no tiene a quién contarle los suyos. “Cuando mi marido pide mates de esa manera, es porque está desorientado”, llega a explicar. “Tengo 51 años y muchas ganas de llorar y de que alguien me abrace”, confiesa, en uno de los pocos tramos donde la risa queda suspendida en el aire.
La heladera herrumbrada, el portarretrato con la foto del Diego, el calefón oxidado, el tele omnipresente, las sillas destartaladas, las ollas viejas: los treinta años de casados son pesados como hierro y la escenografía lo delata.
Ella -su batón, su delantal, su cuerpo abandonado al paso de los años como quien se deja arrastrar por una ola- cuenta la historia desde su agotamiento, y ese cansancio provoca un efecto que si no fuera risa sería desolación.
La plata que no alcanza es telón de fondo para ese estado de empantanamiento, de no poder salir, de remar en dulce de leche. Y el recuerdo del empleo que alguna vez fue, de los tiempos mejores, de los proyectos soñados que la realidad convirtió en pesadillas más o menos soportables. “Vos sabés que yo me las aguanto, y después se me pasa”, le dice ella a uno de sus hijos, cómplice, afectuosa, resignada.
Esa mujer, que se alegra de no haber recibido nunca golpes estando embarazada, tiene un solo límite. Sólo una cosa no podría soportar, y es que la familia se desintegre. En ese empeño, en esa necesidad de no cambiar ningún paso de la receta, deja la vida.
Saber
El aplauso es cerrado. Gasalla pide un minuto y habla: “Gracias por tanto cariño y perdón por la suspensión. Tengo la casa llena de medallitas. Estoy bien: mientras pueda caminar y me dé la cabeza, seguiré trabajando”, dice. Las funciones de “Más respeto...” estaban previstas para septiembre, pero debieron reprogramarse por problemas de salud del protagonista.
“A partir del personaje de la abuela, tengo conmigo a toda la tercera edad. Hablen con los viejos, che. Ellos son la sabiduría. Hoy los protagonistas de todo son los niños, pero no se olviden nunca de hablar con los viejos. Ellos siempre van a saber”, se despide, recogiendo aplausos como en un abrazo imaginario.
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