Tiene 15 años y a diario cruza el Carcarañá tomándose de una soga. Tuvo que dejar su escolaridad para ayudar a su familia.
La Capital |
De una soga y una canoa se vale Alexis para ir y venir de una margen a la otra del caudaloso río Carcarañá. Como en un relato del siglo XIX, cruza a su familia y a sus vecinos que van a trabajar o a hacer los mandados diarios a Oliveros. Hasta el año pasado iba a la escuela. Ya no. Tiene 15 años, es de mirada amable, sonríe y asegura que le encantaría volver a estudiar para ser soldador, electricista, veterinario. Su historia condensa olvidos e injusticias sociales.
Faltan unos minutos para el mediodía. Victorino, Zulema y Alexis empiezan a descender de a poco del otro lado del Carcarañá, desde la llamada "zona rural de Oliveros", aunque pertenece a Timbués. Unas escaleras cavadas sobre la barranca son el acceso directo a la canoa. Las dos personas mayores se acomodan sobre la tabla que hace de asiento. Primero una mano, luego la otra. Una mano por vez van generando el ritmo necesario para que la canoa se mueva y resista a la correntada del río que baja desde la provincia de Córdoba y se mete con fuerza en la pampa ondulada santafesina. Ya en la margen de Oliveros, el descenso del bote es menos amable: los pies se hunden fácilmente en el barro y no hay de dónde tomarse para subir. Así y todo lo logran.
Zulema y Victorino saludan y siguen apurados su camino. Solo el hombre mayor se detiene para compartir su descreimiento en que alguna vez llegue una solución para poder cruzar dignamente el río: "Cada tanto, más cuando hay elecciones, aparece alguno, mira, hace como que toma medidas, pero después no pasa nada más".
El lugar del cruce está al final de la calle General Roca de Oliveros. En 1933 se construyó un puente, conocido como "De las carretas", que el 3 de marzo de 1979 se lo llevó una de las tantas crecidas del Carcarañá. Desde entonces, si se quiere ir al pueblo hay que dar un gran rodeo de varios kilómetros para llegar a la ruta 11 o a Timbúes. "No hay manera", repite cada uno a quien se le pregunta si no existe otra alternativa. Mencionan a un vecino que tiene una lancha con motor y "es para cuando está muy crecido o llueve mucho", y a otro que "puede remar pero llega hasta otra orilla" más alejada. A poca distancia de donde están la canoa y la soga, provistas por la comuna de Oliveros, hay un puente. Está dentro de Campo Timbó, un country, club de golf y casas de fin de semana exclusivas. "Pero eso es privado, no te dejan pasar por nada", es la única respuesta —absolutamente naturalizada— que se recoge de cada persona a la que se le consulta en el pueblo por cómo llegar a la otra orilla.
Crónicas del pueblo. En ese recorrido llegan las crónicas que describen un pasado con una población rural activa viviendo del otro lado, que poco a poco, con la transformación de la economía regional, fue emigrando a los centros poblados. Relatos donde algo tan básico como disponer de un puente contribuyó a ese cambio de vida. Y también a acrecentar injusticias y exclusiones. Aquella crecida del 79 no sólo se llevó una pasarela sino la posibilidad de trabajar, de acceder a bienes culturales y de ir a la escuela. La historia de Alexis Montenegro es la síntesis de esos abandonos por parte de quienes tienen el poder de definir qué obra privilegiar. Las costosas casas de descanso que abundan en Oliveros contrastan con estas familias pobres que arriesgan sus vidas en una endeble canoa.
Alexis empezó el primer año en el único secundario que hay en Oliveros. "Los pibes me peleaban todo el día", argumenta sobre por qué decidió entonces cambiarse a otra escuela de Puerto Gaboto. "Me iba a las 6.30 para tomar el colectivo. Pero tampoco anduve ahí. Y además tenía que ayudar a mi familia", comparte su breve paso por la escolaridad, que es obligatoria.
Su biografía se refleja en la de otros adolescentes santafesinos. Una investigación de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y Unicef difundida este año (LaCapital, 1º de junio de 2015) describe cómo se agravan los procesos llamados de "abandono" escolar entre los 13 y 16 años de edad, donde "uno de cada cuatro chicos deja de ir a clases". Apenas conocida esta noticia, desde Educación provincial se apuraron a decir que eran "datos desactualizados" (tomados del censo 2010) previos al Plan Vuelvo a Estudiar y que "la cobertura hoy alcanza a ocho de cada diez adolescentes".
Alexis tiene tres hermanos: Sebastián de 17 y Daniela de 20 que tampoco pudieron seguir estudiando. También está Franco, de 8 años, que va a la primaria de Oliveros. "A él lo cruzo junto con mi prima Malena que tiene 4 años y va a jardín. El año que viene le toca al hermano Santiago, que ahora tiene 2 años. Hasta la escuela los acompaña mi mamá que está embarazada", cuenta, y deja abierta la pregunta por el futuro de esos pequeños.
El desafío sigue siendo pensar cómo garantizar el derecho a la educación a todos los chicos. Es que a medida que han avanzado las tasas de escolarización "también vinieron más complejos los procesos de exclusión dentro del sistema escolar", analizaba el pedagogo Pablo Gentili en una entrevista (LaCapital 3/12/11) realizada a propósito de su libro "Pedagogía de la igualdad. Ensayos contra la educación excluyente" (Siglo XXI Editores y Clacso).
"El problema aquí es que en sociedades desiguales hay ofertas educativas desiguales. Por eso pretender cambiar esta realidad con políticas estrictamente educativas puede tener un efecto muy limitado. El problema de la desigualdad educativa es una de las tantas consecuencias de la desigualdad social, por lo tanto lo que hay que reducir es la desigualdad social", proponía en esa conversación que hoy permite entender por dónde pasan realidades tan difíciles como la de este adolescente.
Fragilidad.EN_SPACEMientras la charla transcurre con Alexis, al pie de la barranca, por la escalera de enfrente aparece Luis, quien "hace trabajos de limpieza en el terreno". Espera con su bicicleta que el chico regrese con la canoa para llevarlo.
Con cruzar el Carcarañá una vez alcanza para dimensionar la inseguridad cotidiana a la que se exponen estas familias y trabajadores. También la indiferencia humana que consiente esta situación a menos de 50 kilómetros de Rosario, en una provincia económicamente rica. A medida que se avanza sobre el río se acrecienta la fragilidad de la canoa, a la que cada tanto con un tacho plástico le quitan el agua que se filtra, y sobre todo la sensación de inestabilidad que genera estar ahí. El cruce no tiene horarios ni tarifa. "Se da lo que se puede", dice el adolescente con algo de vergüenza poniendo en duda que semejante tarea se pueda cobrar.
Cuando Alexis no pudo seguir la escuela nadie se acercó a preguntarle por qué no iba más, qué había pasado con su asistencia. Ahora pasa sus días entre los animales, "ayudando a matar chanchos" y ocupándose del cruce de la canoa cuando lo necesitan. Pero el deseo de estudiar está. Es un día hermoso, el sol le gana a la arboleda y ese día el Carcarañá parece engañosamente tranquilo, esconde sus remolinos. Alexis pierde su mirada en ese paisaje y se atreve a imaginar: "Quiero volver a la escuela para tener un trabajo, para ser electricista, soldador o veterinario".
La abuela que le da pelea a una caprichosa geografía
Mari Romero es la abuela de Alexis, tiene 64 años y no le tiembla el cuerpo para manejar la canoa. Mejor dicho, para trasladarse ella o algún vecino con la soga que une las dos orillas del Carcarañá. Confiesa que ya está cansada de renegar con este río caprichoso, que “crece y baja constantemente” y nunca se sabe lo que puede pasar. Tantos años de pelearle a la geografía le permiten compartir su cansancio, pero sin dejar de reclamar que alguna vez alguien los mire y por fin construyan “al menos una pasarela”.
“No tengo miedo de manejar el bote, pero siempre está el peligro que se rompa o corte la soga”, dice y enseguida recuerda que la canoa en uso está cada vez más deteriorada, que no sería raro que la deje en medio del río. Insiste en enumerar las razones de por qué debería arreglarse ese cruce tan necesario. Pasan así en su repaso los chicos pequeños que van a la escuela, su nuera embarazada a la que le falta poco tiempo para parir, los cada vez menos vecinos y familias que quedan y tienen que ganarse el pan, los que ahora están desmontando del lado en que ella vive, y también los que vienen a pasar el verano y quieren conocer ese lado imposible. “Un puente, una pasarela nos cambiaría la vida”, opina con toda la razón.
Trabajadora. Mari trabaja en un restaurante de Oliveros, “también en tareas individuales”, por su cuenta. “Sí o sí dependo de la canoa para cruzar. A veces hay que esperar junto al río que alguien venga del otro lado”, cuenta de lo que es parte de los riesgos cotidianos. Para ella no hay horarios, incluso se anima a ir de un lado al otro de noche, a oscuras. “A oscuras no, siempre ando con mi linterna”, se corrige y permite una risa cómplice. Quiere que se escriba que son “gente laburante, que no andan pidiendo”, y que este reclamo reiterado, “vaya a saber cuántas veces”, de contar con un puente tiene que ver con un poco de dignidad humana.
“Es una injusticia lo que hacen”, declara cuando pone en palabras lo que deben pasar sus nietos, sus hijos para ir a a la escuela o a trabajar. Menciona la posibilidad de que ocurra alguna emergencia y que coincida con una crecida que los deje aislados o, en el mejor de los casos, con una fuerte tormenta que no les facilite salir de sus casas. “Pienso en mi nuera que espera para agosto. No le tengo miedo al parto, atendí muchos y me animo a atender este también, pero mirá si pasa algo”, comenta y rápidamente cambia de tema como para ahuyentar los malos pensamientos. Ir a clases todos los días no es menos trabajo. Si llueve o crece el río, las horas de lectura y matemática, el tiempo de estar con otros chicos se posterga hasta que el Carcarañá lo permita. O también les cambia la vida, como les pasó a Alexis y sus hermanos más grandes que debieron dejar el secundario. “Se preocupan más por los que más tienen, no por los pobres”, analiza las razones por las que considera que desde 1979 nadie ha tomado la decisión de construir al menos una pasarela.
A Mari hay que escucharla. Sabe de río, de trabajo, del cuidado de los otros. Permanentemente invita a ponerse en su lugar, de ese otro lado de la orilla porque —como dice— “el de afuera no lo ve, nosotros lo vivimos”.
“No tengo miedo de manejar el bote, pero siempre está el peligro que se rompa o corte la soga”, dice y enseguida recuerda que la canoa en uso está cada vez más deteriorada, que no sería raro que la deje en medio del río. Insiste en enumerar las razones de por qué debería arreglarse ese cruce tan necesario. Pasan así en su repaso los chicos pequeños que van a la escuela, su nuera embarazada a la que le falta poco tiempo para parir, los cada vez menos vecinos y familias que quedan y tienen que ganarse el pan, los que ahora están desmontando del lado en que ella vive, y también los que vienen a pasar el verano y quieren conocer ese lado imposible. “Un puente, una pasarela nos cambiaría la vida”, opina con toda la razón.
Trabajadora. Mari trabaja en un restaurante de Oliveros, “también en tareas individuales”, por su cuenta. “Sí o sí dependo de la canoa para cruzar. A veces hay que esperar junto al río que alguien venga del otro lado”, cuenta de lo que es parte de los riesgos cotidianos. Para ella no hay horarios, incluso se anima a ir de un lado al otro de noche, a oscuras. “A oscuras no, siempre ando con mi linterna”, se corrige y permite una risa cómplice. Quiere que se escriba que son “gente laburante, que no andan pidiendo”, y que este reclamo reiterado, “vaya a saber cuántas veces”, de contar con un puente tiene que ver con un poco de dignidad humana.
“Es una injusticia lo que hacen”, declara cuando pone en palabras lo que deben pasar sus nietos, sus hijos para ir a a la escuela o a trabajar. Menciona la posibilidad de que ocurra alguna emergencia y que coincida con una crecida que los deje aislados o, en el mejor de los casos, con una fuerte tormenta que no les facilite salir de sus casas. “Pienso en mi nuera que espera para agosto. No le tengo miedo al parto, atendí muchos y me animo a atender este también, pero mirá si pasa algo”, comenta y rápidamente cambia de tema como para ahuyentar los malos pensamientos. Ir a clases todos los días no es menos trabajo. Si llueve o crece el río, las horas de lectura y matemática, el tiempo de estar con otros chicos se posterga hasta que el Carcarañá lo permita. O también les cambia la vida, como les pasó a Alexis y sus hermanos más grandes que debieron dejar el secundario. “Se preocupan más por los que más tienen, no por los pobres”, analiza las razones por las que considera que desde 1979 nadie ha tomado la decisión de construir al menos una pasarela.
A Mari hay que escucharla. Sabe de río, de trabajo, del cuidado de los otros. Permanentemente invita a ponerse en su lugar, de ese otro lado de la orilla porque —como dice— “el de afuera no lo ve, nosotros lo vivimos”.
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