Convive en una aldea en Benín (África) dentro de la zona en riesgo por el brote de ébola. La vida de una mujer que se entregó física y espiritualmente para ser feliz.
En las aldeas, las mujeres cultivan (a baja escala) maíz, mandioca, ñame, sorgo y soja para consumir y comercializar. El sistema educativo no otorga títulos intermedios y quienes enseñan a los niños no son docentes.- Foto:Gentileza NG
Salomé Crespo
screspo@ellitoral.com
Camina por un pasillo apagando las luces y llega hasta las canillas para suspender el goteo. Es que en Kpari, la aldea africana en la que vive la hermana Noelia Gualtieri, no hay energía y agua potable, y a la distancia son bienes valiosos. “Para mí, fue volver a nacer”, aseguró la religiosa santafesina a la que el camino de Dios la dejó en tierras tan lejanas y más ajenas.
Como misionera de la congregación católica Esclavas del Corazón de Jesús fue enviada hace casi tres años a Benín, un país del África occidental de unos 9 millones de habitantes, cuya ciudad capital es Cotounou. Actualmente, está instalada en una aldea, en las afueras de la ciudad de Parakou, en donde se desempeña como responsable de un centro de recuperación nutricional. El objetivo del trabajo misionero y evangelizador está focalizado en las mujeres africanas.
La elección de Benín no fue casual. Es uno de los países más pobres del África en el que coexisten 43 etnias y se habla la misma cantidad de lenguas, además del francés. El sistema de gobierno es democrático aunque muy joven y deficiente, ya que fue instaurado luego de sucesivos golpes militares. El cuadro se completa con una gestión de gobierno ausente y la consecuente postergación social. “El destino de la misión debía ser un lugar en el que no se hable el idioma propio y que implique una profunda inculturación radical”, explicó la hermana. Y tal vez la palabra “radical” resulta pequeña para el educado y progresista ojo occidental y cristiano.
Kpari mira de cerca al Sahara. El Harmatan —viento que sopla del desierto— se apropia de todo. Y cuela arena hasta en los rincones remotos del cuerpo. Eso sí “los leones viven lejos, en una reserva”, aclaró Noelia.
Para sobrevivir debió insertarse en una cultura en la que se cambian mujeres por cabras, aprendió a sembrar, a arreglar un motor y a relatar historias de su Santa Fe lejana a niños que nunca tocaron el asfalto o se vieron reflejados en una fotografía.
“Tengo fecha de regreso el 13 de diciembre”, cuenta y sonríe. En efecto, nunca deja de sonreír y sus ojos son brillantes. A pesar de las adversidades lleva una vida feliz, en la que cada momento “es un milagro”.
—¿Cómo llega a vos la propuesta de ir a África?
—Estaba en Villa Allende (Córdoba) en la casa de ejercicios espirituales. Durante la etapa de formación yo iba manifestando que la misión me atraía y tuve experiencias con los aborígenes en Salta, Tucumán, Santiago del Estero y en el desierto de Atacama en Chile, pero por poco tiempo. Antes de hacer los votos perpetuos, me ofrecen hacer la experiencia en África y fui siete meses a Benín para probar. Cuando volví a Argentina, dejé pasar un tiempo pero sentía que era lo que quería hacer. Y Dios me ganó de mano porque una de las hermanas que estaba allá fue designada en otro lugar y me propusieron a mí. Tomé los votos perpetuos, me fui tres meses a Francia a estudiar y después a África.
—¿Cómo es el lugar donde vivís?
—Hay alrededor de 50 aldeas. Estoy aprendiendo baatoum, una de las leguas más vehiculares de la zona. Es el campo, no tenemos agua, ni energía, es una zona muy poblada por pájaros y monos. Está constituida por unas 200 familias, cada una está conformada por un hombre y una mujer, pero como son musulmanes, está permitida la poligamia. Las mujeres llegan a tener 10 hijos, de los cuales sobreviven sólo tres ya que el resto fallece a causa de la desnutrición, paludismo, parásitos, fiebre tifoidea y sida. En la aldea, las mujeres hacen todo: buscan leña, trabajan la tierra, a veces comienzan a cavar a las 4 ó 5 de la mañana para conseguir agua. En Benín, se hace más que evidente la vida de la mujer postergada, no tienen voz, no expresan lo que sienten, es una cultura muy machista. Pero no se puede llegar a criticar todo, primero hay que ir y ver, para luego intentar hacer algo.
—¿Qué actividad realizar diariamente?
—Como no hay energía, las tareas se hacen mientras hay sol. Actualmente, somos tres hermanas y seleccionamos unas 20 aldeas para trabajar durante el año con determinados proyectos, como cavar pozos de agua. Diariamente, salimos a pesar a los niños en las balanzas que atamos de las ramas de los árboles. Son bebés de hasta 3 años más o menos, no sabemos bien porque no tienen documentos, es difícil identificarlos y sus madres son analfabetas. Nosotros les damos una especie de libreta sanitaria con datos aproximados. Uno de los principales problemas es la desnutrición, entonces con cada madre, a partir de cada niño, abordamos hasta cómo darle de comer. Por eso, también abrimos un centro de desnutrición pero en la ciudad, por si se necesita una transfusión de sangre o vacunación.
—¿Cuál fue el mayor impacto que sentiste con el intercambio?
—La alegría de la gente y el deseo de compartir. Cuando uno llega, cree que va a dar todo y que les va a solucionar la vida hasta que te das cuenta de que ellos no esperan más que estar con vos y nos dicen: cuánto nos conocemos, o que los dimos a luz. Llama mucho la atención más allá de la pobreza y las necesidades, la sed de Dios, la necesidad de dignidad de las personas. Más allá de las religiones que conviven, hay musulmanes, católicos, sectas, religión tradicional, hay un gran deseo de unidad, hay una gran aceptación de lo espiritual. Más allá de las diferencias, ellos me hacen de espejo, por la necesidad de Dios.
—¿Qué adoptaste de la gente de Kpari?
—Las formas de la comunidad detuvieron, en parte, mi forma de ser avasallante y operativa. Se toman tiempo para todo, son dueños del tiempo, capaz que están un rato largo para saludar a una persona. Es más, en la aldea soy la única que tengo reloj. Son cosas que desestructuran pero la cuestión es que “el otro” es muy importante. Incluso a nivel de la fe, un día, una hermana cayó muy enferma y un musulmán nos dijo: “Dios ya hizo lo que tenía que hacer” porque nosotras pedíamos que recen por ella. No quiero idealizarlos, pero para mí fue un volver a nacer. Además, aprendí que allá nadie sobrevive solo, todo es comunitario. La necesidad es mutua cuando uno está enfermo, cuando quiere ir a trabajar, cuando se está débil.
—¿Qué les entregaste vos?
—Puede ser el deseo de superarse, sobre todo de las mujeres. Hace poco hicimos una charla con las mujeres sobre poligamia; además, allá los matrimonios son forzados, algunas etnias intercambian mujeres por cabras. Les preguntamos cuáles son sus alegrías como mujeres y nos respondieron que no tenían, que ni siquiera sus hijos lo son porque pertenecen a los maridos. Hasta que nos dijeron que nosotros éramos su alegría por el hecho de sentarnos y escucharlas. Pensé que poder darles voz a estas mujeres era suficiente, no les puedo cambiar la vida ni ir contra la cultura, pero creo que la revolución pasa por ahí: en darles voz, dignidad, un nombre a sus hijos a los que juntas les salvamos la vida.
—Por estos días, África es noticia por la propagación del ébola. ¿Podés volver a Benín?
—En Benín, no hay ébola porque no se han hecho estudios. Para mí, es una vergüenza hablar del ébola porque llegó a Europa o Estados Unidos. En África, en general, por minuto mueren niños de sida, paludismo y de desnutrición, y nadie dice nada. Hay religiosas africanas que murieron de ébola y no salieron en las noticias. No creo que haya que minimizar la situación, pero se conoce por lo que dije. Lo mismo ocurre en Argentina, si pensamos en comunidades de Salta o Santiago del Estero donde existe el chagas, cólera. No hay que alarmarse por el ébola, acá hay muchas enfermedades con las que hacemos la vista gorda.
—Después de muchos años volviste a Santa Fe ¿cómo encontraste la ciudad?
—La veo pobre, a la gente triste y con miedo sobre todo en los barrios por donde ando como Alto Verde, Yapeyú, La Loma, Villa Hipódromo y Don Bosco. Veo mucha droga, jóvenes que no sé en qué ocupan el tiempo, están sentados en la calle haciendo nada. Yo ando con miedo, cosa que en Benin no me pasa. Hace unos días, mataron a una cuadra de mi casa en Don Bosco a un hombre. En la ciudad veo por un lado un centro avanzado, con muchos edificios pero está dejada. Me preocupa mucho la juventud porque pobreza no es lo mismo que inseguridad, por lo menos en el Benín no es lo mismo.
Personal
Noelia Gualtieri tiene 30 años. A los 27, tomó los votos perpetuos en la congregación Esclavas del Corazón de Jesús. Terminó sus estudios en el colegio Sagrado Corazón de Jesús de Santa Fe. Vivió en una casa de ejercicios espirituales en Villa Allende, Córdoba (guarda algún vestigio en su hablar) y luego fue designada como misionera en Benín. Trabaja junto a otras dos religiosas con las mujeres y niños de las aldeas. Cuenta con el apoyo económico de la ONG francesa Phans (Proyecto Humanitario África del Norte y Sur) que gestiona fondos en países de Europa
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