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domingo, 6 de julio de 2014

SANTA FE: Ciudad de noche: indigentes, “trapitos” y sexo por dinero

De noche, Santa Fe es otra. La extraordinaria metamorfosis entre lo diurno y lo nocturno se parece a un tránsito onírico o mágico, como aquel que experimenta el personaje (autobiográfico) del cuento “El otro cielo” de Julio Cortázar, quien cruzaba el porteño pasaje Güemes para encontrarse de pronto en la Galerie Vivienne de París. Mientras todos duermen, la nocturnidad reinventa la ciudad.


De noche, Santa Fe es otra. La extraordinaria metamorfosis entre lo diurno y lo nocturno se parece a un tránsito onírico o mágico, como aquel que experimenta el personaje (autobiográfico) del cuento “El otro cielo” de Julio Cortázar, quien cruzaba el porteño pasaje Güemes para encontrarse de pronto en la Galerie Vivienne de París. Mientras todos duermen, la nocturnidad reinventa la ciudad.
En el Casino, las 17 mesas de ruleta están famélicas. Devoran y tragan hasta el fondo del pozo oscuro una catarata de fichas. La banca gana y ahí vuela un sueldo o un medio aguinaldo hacia esas fauces babeadas por la angurria. Los croupiers se parecen a autómatas programados para dirigir el juego. Las miradas de los jugadores -como autómatas programados para aceptar perder y desear ganar todo el tiempo-, no se despegan de la mesa. El no va más y la bolilla rueda.
Unos pocos plásticos redondos irán a manos del ganador; en ese momento, una felicidad más efímera que la brisa destartalará un rictus enfermizo y las ojeras de los jugadores se encenderán por un momento. Pero después las fauces de la fosa negra se abrirán otra vez, y caerá de nuevo una frondosa cascada de felicidades malgastadas. El tintineo de las máquinas electrónicas aturde, ahoga los sentidos.
En barrio Sur, Albertito, el Señor de los Perros, duerme a la intemperie, o en el escaso reparo de un lugar público (que no es lo mismo pero es igual). Es un hombretón de unos 50 y tantos, pelo enrulado, respetuoso, siempre limpio y bien arreglado pese a su condición de persona que vive en situación de calle e indigencia. Un eufemismo que atenúa su condición real: Albertito vive en la peor de las penurias.
Albertito no quiere colchón, porque teme que se lo robarán. A Albertito sólo le alcanzan unas cuantas cobijas harapientas y cuatro perros: Magoya, Mandinga, Frú Frú y Beer, el cieguito. De la noche desciende un rocío helado y brumoso. Y como el frío duele (duele) en los huesos y en las tripas, Albertito convida a sus perros a que se echen encima de él. Y ahí van los pobres bichos sarnosos a acomodarse sobre los harapos. Hombre y animales se dan calor mutuamente para sobrevivir.
Dicen que Dios mira el mundo a través de los ojos de los perros.
Por Aristóbulo y Peñaloza hacia el norte, siempre de noche, la fantasmagoría de una película de John Carpenter. Bultos negros que son hombres, viejos y jóvenes, durmiendo en varias esquinas con el cielo como techo, en cualquier resquicio de las líneas de edificación municipal, al pie de escaparates comerciales sin luz que los revele. Los recolectores de basura corren, suben y bajan y otra vez revolean las bolsas de residuos hacia el camión de residuos. Transpiran a mares mientras la helada nocturna cae sobre sus cabezas.
Es cerca de la medianoche, y los pocos autos que transitan pasan a toda marcha; sólo frenan en los semáforos en rojo, cautelosos ante inesperados atracos. Merodean motos de a dos. Merodean porque pasan más de una vez por el mismo lugar. Fantasmagoría.
En inmediaciones de la Terminal de Ómnibus y hacia el centro comercial de la ciudad, las prostitutas. Cada vez hay más en las esquinas. Más que hace unos años; una pena ver esto, dice y se lamenta el taxista, que trabaja en horario nocturno desde que es taxista. Hay veteranas, jóvenes, criaturas de no más de 16 años que todavía ni siquiera saben qué es el sexo y mucho menos qué es el amor.
Vestidas para ejercer el trabajo, todas miran a los conductores con la impostura de triste lascivia, invitan con un guiño o un beso esperando vender sus cuerpos y su dignidad por unos pocos billetes. Ni la noche ni el frío cesan.
En algunas de las avenidas troncales como Freyre y Bv. Pellegrini, los cuidacoches (cuya calificación popular los denomina “trapitos”) se plantan como caciques territoriales. Sus zonas (cuadras) son suyas, y de nadie más. Y quien ose invadirlos podría tener problemas. En algún momento, se habló de la “mafia” de los trapitos. Territorios asignados, tarifas fijas y nada de a voluntad del conductor.
En la zona de los boliches que aún funcionan en proximidades de Bv. Gálvez, cinco barbies plastificadas saludan con un beso al guardia de seguridad y pasan, como quien pasa al baño de su casa. Ventajas de la belleza, que le dicen. Por lo demás, el resto de los mortales no tan agraciados hacen una cola que llega hasta la esquina, esperando poder entrar al local bailable.
Las primeras y los últimos, todos, buscarán esa noche más o menos lo mismo: diversión, alcohol, música a todo volumen, quizás sexo casual con un desconocido, quizás toparse con el amor de su vida. Adentro nadie se escucha, los tragos hacen que las conversaciones pierdan los filtros desinhibitorios y se transformen en balbuceos, monosílabos, interjecciones encriptadas.
Las primeras luces de la mañana despuntan. La ciudad diurna vuelve a ser lo que todos conocemos, y el personaje de Cortázar retorna al porteño pasaje Güemes.

EL LITORAL.

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