Juan Ponce, de 31 años y el mayor de los seis hijos de Mercedes Delgado, la militante social de 50 años asesinada por un balazo el 9 de enero de 2013 en las inmediaciones de Bielsa y Garzón.
La Capital |
"Nosotros vamos a seguir adelante, hasta el final, reclamando justicia porque creemos que la realidad se la puede modificar construyendo". Así se expresó Juan Ponce, de 31 años y el mayor de los seis hijos de Mercedes Delgado, la militante social de 50 años asesinada por un balazo el 9 de enero de 2013 en las inmediaciones de Bielsa y Garzón, una de las zonas más pauperizadas de un barrio pobre: Ludueña. "La muerte de mi madre sirvió para que sacaran un búnker que hacia 18 años vendía drogas en la zona. Pero la investigación judicial sobre la muerte de mi madre marcha lenta", explicó Juan, a poco de cumplirse 14 meses del trágico hecho.
Mercedes Delgado y su familia provienen del norte de la provincia. De la ciudad de Avellaneda, vecina a Reconquista. "Mecha", como la reconocían sus vecinos, vivía en Garzón al 400 bis, a metros del centro comunitario "San Cayetano". Allí, junto a 110 madres, militaba para que los pibes del barrio tuvieran un plato de comida, un abrazo, una esperanza. Las madres trabajan con el apoyo de los curas Salesianos y de Cáritas, aunque se reconocen cercanas a las ideas de la Teología de la Liberación. Curas pobres pisando las calles de barrios empobrecidos. La referencia para ellos es el trabajo de Edgardo Montaldo, el cura salesiano que desde 1968 lleva adelante el trabajo social en el barrio. De Ludueña salieron militantes del calibre de Claudio "Pocho" Lepratti, asesinado en el diciembre trágico de 2001, y como Mecha. Gente que no decía "ama a tu prójimo" sino que iba y lo hacía.
Juan es su hijo mayor, la cara visible del dolor de la familia y portavoz de sus hermanos y su comunidad. "Desde la muerte de mi madre aprendí que la única forma de seguir adelante es con la lucha y la organización. Solo, no llegas a nada. Yo antes pensaba como todos: «A mi no me va a pasar». Y un día, estaba en el remís y me avisaron que habían baleado a mi vieja. Y no pensaba que me la iban a matar; que me iba a sentar con gente para organizarme para ver cómo se puede hacer para que la gente deje la droga y el choreo. Con tumbar un búnker no alcanza. El búnker puede estar toda la vida ahí, la cuestión pasa porque nuestros hijos estén educados para no consumir. El que vende la droga no se droga, junta la plata. Eso tenemos que tenerlo bien claro", explicó Juan.
—¿Cómo se construye cuando el sistema te da señales lentas o malas?
—Tratamos de construir como comunidad, que es lo que hizo mi madre durante mucho tiempo. Esa es la base. Llevar a los chicos a jugar, a que hagan talleres, que hagan catequesis y tomen la comunión. A los pibes hay que ayudarlos. En los búnker ya se ven pibitos de 7 u 8 años. No queremos que estén en ese lugar. Y los pibes llegan ahí porque no tienen contención. Hay muchos padres que ven como los hijos se les van de las manos y no saben cómo ayudarlos. Ahí es donde nosotros tratamos de ayudar.
—¿Y cómo hacen para sacar a esos pibes de la calle?
—Salimos a caminar el barrio en medio de la droga, los choreos y los tiros. Y así tratamos de captar la atención de los pibes con juegos o simplemente llevándolos a pasear. Ahora se está haciendo el «Carnaval cumpleaños de Pocho» (Lepratti), así que hicimos una comisión del barrio para que los vecinos que tengan miedo se lleguen y relaten lo que les está pasando para ver en qué se los puede ayudar y avanzar como comunidad.
—¿Cómo responde el vecino?
—Lo bueno es que se van sumando. Nosotros queremos que esto sea una asamblea barrial. Queremos que cuando se termine el Carnaval de Pocho se siga con las asambleas. No queremos que vuelva a pasar que alguien vaya a una comisaría a hacer una denuncia y eso quede ahí. Queremos poder solucionar los problemas como barrio. Salir de la negación. Vos vas a hacer una denuncia a la comisaría, completas un papel en blanco y termina ahí. Queremos que la gente tome conciencia de que se puede vivir tranquilo. El búnker puede estar vendiendo drogas toda la vida en el barrio, la cuestión es educar a nuestros hijos para que no consuman. Eso buscamos. Que nuestros pibes vean otra cosa. Otra realidad.
—¿Y los que están en los búnker cómo responden?
—La cruel realidad es que ellos te limpian como quieren y cuando quieren. El Estado que tenemos es muy corrupto. Ellos nos podrían ayudar muy bien para sacar a los pibes de la calle bajando talleres o actividades para que hagan los chicos del barrio y no terminen en los búnker. Porque hay muchos pibitos que llegan a su casa de la escuela y los padres están trabajando. El pibe, como no tiene qué hacer o dónde ir, termina en el búnker. Tenemos muchos casos así. Y en el búnker alguno le da a probar (droga) y por el entusiasmo arrancan. Y después le dan la moto, 300 pesos por estar sentado y mirando, un arma con la que podés tirar y te hacen creer que sos gran cosa. Regentean la vida de los pibes. Y después esos pibes matan a otro, se hacen cartel (fama) y nunca llegan a darse cuenta que se arruinaron la vida y arruinaron la de otro.
—¿Sufrieron amenazas?
—Por suerte, todavía no. Sí miradas malas. Pasan y te miran feo. Pero si ellos ven que estamos caminando, tratando de sacar a los pibes de la droga, en algún momento se va a poder hacer algo. A raíz de la muerte de mi madre se sacó un búnker que hacía 18 años que estaba ahí. Tuvimos que llegar al punto de que yo perdiera a mi madre y las doñas del barrio a una compañera para sacar ese búnker. Durante el velorio de mi madre siguieron vendiendo drogas. Con la policía ahí. Y era muy loco ver que llegaba la intendenta y sus funcionarios y teníamos el búnker ahí, funcionando. Y se logró sacarlo.
—¿La postal que describís es terrible?
—Hay una foto que salió en el diario, que cuando sacan el cajón de mi mamá del San Cayetano se ve el patrullero de la policía y al fondo una moto que se va de comprar en el búnker. Todo el mundo sabía eso. A lo mejor ellos ven el laburo que hacemos, pero todavía nadie nos dijo nada.
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