El sociólogo brindó una conferencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Su análisis invita a reflexionar más allá de lugares comunes y simplificaciones sobre la temática del delito urbano, partiendo de los aportes que las Ciencias Sociales produjeron en los últimos 15 años.
“Certezas e interrogantes sobre el Delito Urbano en la Argentina actual” fue el título de la conferencia que dictó este jueves el sociólogo Gabriel Kessler en el Aula Alberdi de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (FCJS) de la Universidad Nacional del Litoral (UNL). En su exposición, el doctor en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (Ehess), investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento, reflexionó sobre la evolución del delito urbano en los últimos 20 años, señalando las particularidades de la década neoliberal y de la Argentina de la postconvertibilidad.
Kessler planteó una pregunta que comparte con otros colegas latinoamericanos, que surge al observar una disminución de las tasas de desigualdad social, y paralelamente un aumento de las cifras del delito. A modo de ejemplo, citó que después del año 2004 se produjo un aumento del robo de autos: “Eso me llevó a plantearme qué pasa con el delito cuando aumenta el consumo, cuando hay una reactivación económica, para pensar cómo algunas cuestiones ligadas al delito –paradójicamente o no-- no están atadas a la cuestión social, sino que en momentos de más reactivación también puede haber un aumento del delito”.
Además, mencionó que una lectura cruzada de las tasas de victimización y las tasas de homicidios en Latinoamérica muestra que los tres países con mayores niveles de victimización --Argentina, Chile y Uruguay-- se encuentran entre los que registran menos homicidios; mientras que países con altas tasas de homicidio como Honduras, Panamá y República Dominicana, hay menores niveles de victimización.
En ese sentido, Kessler precisó la incidencia de espacios y prácticas propios de la vida urbana, donde existe una alta circulación de bienes y personas y se potencian las oportunidades de robos, que son los hechos que alimentan las encuestas de victimización. “La mención constante a esos delitos, en conversaciones, con amigos, en la familia, el barrio, la universidad, y el trabajo, tienen como telón de fondo los homicidios; que son menores que en otros países, pero más altos que en nuestro pasado, y además tienen una gran repercusión mediática. En el temor al delito hay una articulación entre esa presencia constante de los relatos sobre delitos, y la sensación de incertidumbre de que esos hechos puedan tener un desenlace fatal, sobre todo porque la imagen del delito está muy asociada al delito desorganizado y la falta de saber dosificar la violencia”, explicó.
En términos históricos, la evolución de la preocupación por el delito en Argentina --que se alterna con la preocupación por el desempleo y la inflación-- se inicia a mediados de la década de 1980, y sigue un proceso de paulatino ascenso y desplazamientos: “De los suburbios a las ciudades, de las mujeres a los hombres, de los sectores populares a los medios, de la gente de derecha a toda la sociedad. Hay una serie de cambios ideológicos ante los que puede decirse que nada bueno sucede en una sociedad cuando la preocupación por el delito se instala como una cuestión central”, afirmó.
Juventud, delito y desigualdad
Para pensar la vinculación de los jóvenes con hechos delictivos, el sociólogo aportó datos y argumentos que invitan a la reflexión más allá de imágenes estereotipadas y opiniones simplistas. En esa línea, Kessler señaló que entre mediados de la década de 1980 y la de 1990, la edad promedio de la población penada disminuyó unos 10 años (de 32, 33 años; pasó a 22, 23), lo que no puede ser interpretado linealmente como una baja en la edad de quienes cometen delitos, porque sigue pendiente la pregunta de si no hay un direccionamiento de la acción policial y judicial hacia esa franja etaria. Ese proceso de “juvenilización de la población carcelaria es una de las deudas sociales más fuertes que tenemos”, aseguró. Y argumentó contra la idea de una “carrera delictiva”, que ve en el delito juvenil un elemento predictor de continuidad en la vida adulta.
Además, reflexionó sobre la existencia de grupos de pares, que sin llegar a formar grandes bandas, pandillas o “maras” como en América Central, se formaron a fines de los 90 “entre jóvenes en una misma situación de necesidad, en un mismo territorio, que habían crecido como niños en hogares con algún tipo de recursos, y entraron a su adolescencia cuando se desestabilizaba el mercado de trabajo, y quedaron pobres o en una situación desfavorecida en la distribución de recursos al interior del hogar”.
De manera retrospectiva, Kessler señaló que en esos contextos lo que percibía en sus estudios de campo durante la década neoliberal como una “instrumentalidad extrema” de ciertos delitos menores, llevados a cabo para satisfacer necesidades puntuales en un corto plazo, era en realidad “una de las formas en las que la desigualdad social se expresaba como una disminución de las posibilidades de hacer otra cosa”.
Después del año 2003, el sociólogo refirió a una situación paradójica por la que si bien existen mayores oportunidades de trabajo “hay bolsones de miseria donde las tasas de desigualdad y desempleo siguen siendo muy altas. En ese sentido el impacto de la estigmatización territorial, que no es nuevo pero que con la preocupación por la seguridad se vuelve más fuerte, hace que muchas oportunidades de trabajo estén vedadas a esos jóvenes”.
Al interior de esos barrios, la mayor presencia y presión policial deriva en ocasiones en “microviolencias cotidianas, que aún no entran en la agenda de Derechos Humanos, y que forman parte de una conflictividad entre los jóvenes y la policía”. Asimismo, refirió a estudios de campo en el conurbano bonaerense que dan cuenta de una familiaridad y presencia cotidiana de la posibilidad de muerte entre los jóvenes que habitan esos territorios.
Apuntes para una nueva agenda
Las certezas e interrogantes planteados por Gabriel Kessler sobre la evolución del delito urbano en las últimas dos décadas, plantearon líneas para una agenda de políticas y un debate académico, superadores de una perspectiva policial. En la construcción de ese enfoque, el sociólogo cuestionó la teoría de la elección racionalista que inspira las políticas de mano dura; así como también el desarrollo de un mercado de seguridad privada y electrónica; los controles de acceso en áreas valuadas, como centros y zonas turísticas; y dudó acerca de los supuestos efectos democratizadores de la participación ciudadana en seguridad.
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