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sábado, 1 de septiembre de 2012

SANTA FE: Un fenómeno mágico

Su voz parece enterrada en el fondo de su garganta: María Callas teme que sus sonidos de antaño se hayan perdido para siempre. ¿Ese silencio significa la muerte? Insoportable sensación de decadencia, de inutilidad. Ya no ser luego de haber sido la más grande. Ella recuerda. Le queda ahora como última misión transmitir ese saber, descifrar ese fantástico lenguaje vocal que ha sido el suyo durante tantos años. ¿Cómo se podría aceptar perder los secretos de ese canto milagroso? Por eso, la Juilliard School de Nueva York la llama para dirigir algunas master classes. Ella acepta hacer dos series de cursos, el primero en octubre y noviembre de 1971 y el segundo en febrero y marzo de 1972.

Esa labor la lleva a cabo con rigor y exigencia. No se trata para María, de la diva en el ocaso que desde el podio, regala su gloria melancólica. “Sin fotos, sin aplausos”, ordena. Ella ya no cantará. Por suerte, preciosas grabaciones de esas master classes se han conservado, e incluso algunas fotos. Sobre un taburete alto, con sus cabellos perfectos sobre los hombros y gruesos anteojos, la cantante parece libre y feliz, aunque no sea menos severa. Horas tras hora, la Callas desacraliza su canto: todo es trabajo, continuidad y obstinación. La intuición lírica se busca y se encuentra, la fuerza dramática se esculpe con el poder de la laringe, el dominio del gesto proviene de la comprensión y del sentimiento por el personaje.

La gran época ha quedado atrás pero es siempre la Callas. Los alumnos se acercan a la maestra y entonan intimidados los fragmentos elegidos. Escucha, luego interrumpe, explica, da un ejemplo, escucha nuevamente y vuelve a interrumpir. Se adueña de todos los registros de voz, de todos los repertorios, conoce cada nota, cada palabra. Los gestos vuelven a ella como cuando actuaba en la Scala. “¡Hay que vibrar!”, lanza con vigor a los que harán el canto de mañana. El canto es su único hijo, quiere que sus sucesores lo honren dignamente, lo amen, lo respeten. Esas horas de clase son las más bellas, el testamento más desgarrador que la Callas podía dejar. “Yo soy el fuego”, dirá con segura convicción, para luego expresar que lograr el mejor canto significa tener “la batalla ganada”.

Entonces, podemos sostener que al igual que la felicidad, el recuerdo de algo hermoso que el destino nos ha deparado renueva su portento y, al mismo tiempo, nos lo arrebata; esa maravilla hubiera podido no existir; ¿qué queda de ella? Recordarla equivale a la reinvención de un deslumbramiento que no ha cesado ni cesa de brillar sobre nuestra existencia. Si, por algunos segundos, el pensamiento juega a eliminarla de nuestra vida, ésta pierde una parte de sus precarios contornos: las cuatro o cinco cosas que la sostienen y que quizá tan sólo en cierto modo la justifican, se diluyen, se deshacen. Y todo esto porque la gruesa muchacha enfurruñada, mal vestida, de los comienzos se había por fin confundido con la imagen que llevaba en su fuero interior, imagen más fuerte que ella misma, y de una exigencia terrible: al deseo de gloria se había añadido, más difícil aún de lograr, el de una radical metamorfosis física.

El canto del pájaro

¿Su voz? La primera nota era la sustancia misma del soplo retenido, henchido de una emoción que ya no puede permanecer oculta; y las que seguían a la primera, el canto del pájaro que dentro de sí encierra la noche, el silencio de la noche, y que en la continuidad de la melodía expresa un dolor impersonal, ciego, de naturaleza desesperada, liberada por la música, obediente a la medida pero haciéndose cargo del cuerpo todo entero. Su voz, en los graves, ardía en la negrura para resucitar en el agudo, del otro lado de la conciencia, y de un golpe, arrastrándonos con ella en una deflagración de furores, gratificando los nuestros, prisioneros; y al instante, sin alterar jamás el timbre, se volvía murmullo, confidencia: y se hubiera dicho que algo dentro de nosotros, informe, ignorado, esperaba esa voz desde la infancia para destilar en ella su pena.

Entre la vehemencia, en ella, de un destino en trance de cumplirse y el vuelo, sin cesar reiterado, del corazón hacia el atractivo de un mundo a la vez estable y fluido; entre la enormidad del tormento y una súbita suavidad, las palabras se deslizaban sobre otro hilo que el del pensamiento, y el drama y sus peripecias se reabsorbían en la cadencia. Después, estaban los gestos de la cantante, gestos griegos anteriores a la Grecia que hemos heredado: el brazo extendido, la mano paralela a la sien pero sin tocarla, en la desolación.

El destino de María Callas fue luchar contra el destino para convertirse, en la realidad tangible, en otra: la otra. Éstos son los ejes estructurantes de “Master Class”, la obra del dramaturgo norteamericano Terrence McNally que se estrenó anoche en el Centro Cultural Provincial, espectáculo dirigido con las sabias manos del director Agustín Alezzo para concretar un montaje escénico soberbio, en el que todos los signos teatrales están potenciados para obtener la excelencia. Así se destacan las luces de Tito Egurza, el exquisito vestuario del elenco, firmado por Pablo Battaglia, y el de la primera actriz, nada menos que realizado por las sobrias manos de Gino Bogani, quien una vez más señala el camino de la elegancia y el estilo.

También se luce el elenco, integrado por Santiago Rosso, el pianista que aprende y enseña; Lucía Silva, la joven soprano Sophie de Palma; Lucila Gandolfo, la soprano de voz maravillosa Sharon Graham, y Marcelo Gómez, el tenor Anthony Candolino, de voz contundente. Es muy buena la interpretación de Hugo Argüello, un utilero casi de antología.

Y ella, la gran Norma Aleandro. Cuando habla, en seguida se sabe que se está frente a una actriz de teatro. Lo demuestra con la proyección de voz y los modos de articulación, que le permiten volcar sus parlamentos con fluidez y naturalidad. No es lo único destacable. En su composición de María Callas, hay pasión y entrega hasta alcanzar una apabullante dosis de dramaticidad que la hace acreedora de la larga ovación que recibió. Como entonces, como siempre y tal vez mejor que nunca, Aleandro hace de la actuación un fenómeno mágico. Por imposible. Porque nadie -excepto ella; el espectador está ahí para comprobarlo- podría transitar, con ese espíritu especial, los dolorosos vericuetos de una mujer golpeada por la vida y entregada con desmedida pasión al arte, a su arte, que es el de todos nosotros. Esta actriz excepcional sólo actúa. Y dicta cátedra. Y ahí estamos nosotros, que queremos ser sus mejores alumnos.

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