Su voz parece enterrada en el fondo de su garganta: María Callas teme
que sus sonidos de antaño se hayan perdido para siempre. ¿Ese silencio
significa la muerte? Insoportable sensación de decadencia, de
inutilidad. Ya no ser luego de haber sido la más grande. Ella recuerda.
Le queda ahora como última misión transmitir ese saber, descifrar ese
fantástico lenguaje vocal que ha sido el suyo durante tantos años. ¿Cómo
se podría aceptar perder los secretos de ese canto milagroso? Por eso,
la Juilliard School de Nueva York la llama para dirigir algunas master
classes. Ella acepta hacer dos series de cursos, el primero en octubre y
noviembre de 1971 y el segundo en febrero y marzo de 1972.
Esa labor la lleva a cabo con rigor y exigencia. No se trata para María,
de la diva en el ocaso que desde el podio, regala su gloria
melancólica. “Sin fotos, sin aplausos”, ordena. Ella ya no cantará. Por
suerte, preciosas grabaciones de esas master classes se han conservado, e
incluso algunas fotos. Sobre un taburete alto, con sus cabellos
perfectos sobre los hombros y gruesos anteojos, la cantante parece libre
y feliz, aunque no sea menos severa. Horas tras hora, la Callas
desacraliza su canto: todo es trabajo, continuidad y obstinación. La
intuición lírica se busca y se encuentra, la fuerza dramática se esculpe
con el poder de la laringe, el dominio del gesto proviene de la
comprensión y del sentimiento por el personaje.
La gran época
ha quedado atrás pero es siempre la Callas. Los alumnos se acercan a la
maestra y entonan intimidados los fragmentos elegidos. Escucha, luego
interrumpe, explica, da un ejemplo, escucha nuevamente y vuelve a
interrumpir. Se adueña de todos los registros de voz, de todos los
repertorios, conoce cada nota, cada palabra. Los gestos vuelven a ella
como cuando actuaba en la Scala. “¡Hay que vibrar!”, lanza con vigor a
los que harán el canto de mañana. El canto es su único hijo, quiere que
sus sucesores lo honren dignamente, lo amen, lo respeten. Esas horas de
clase son las más bellas, el testamento más desgarrador que la Callas
podía dejar. “Yo soy el fuego”, dirá con segura convicción, para luego
expresar que lograr el mejor canto significa tener “la batalla ganada”.
Entonces, podemos sostener que al igual que la felicidad, el recuerdo
de algo hermoso que el destino nos ha deparado renueva su portento y, al
mismo tiempo, nos lo arrebata; esa maravilla hubiera podido no existir;
¿qué queda de ella? Recordarla equivale a la reinvención de un
deslumbramiento que no ha cesado ni cesa de brillar sobre nuestra
existencia. Si, por algunos segundos, el pensamiento juega a eliminarla
de nuestra vida, ésta pierde una parte de sus precarios contornos: las
cuatro o cinco cosas que la sostienen y que quizá tan sólo en cierto
modo la justifican, se diluyen, se deshacen. Y todo esto porque la
gruesa muchacha enfurruñada, mal vestida, de los comienzos se había por
fin confundido con la imagen que llevaba en su fuero interior, imagen
más fuerte que ella misma, y de una exigencia terrible: al deseo de
gloria se había añadido, más difícil aún de lograr, el de una radical
metamorfosis física.
El canto del pájaro
¿Su voz? La primera nota era la sustancia misma del soplo retenido,
henchido de una emoción que ya no puede permanecer oculta; y las que
seguían a la primera, el canto del pájaro que dentro de sí encierra la
noche, el silencio de la noche, y que en la continuidad de la melodía
expresa un dolor impersonal, ciego, de naturaleza desesperada, liberada
por la música, obediente a la medida pero haciéndose cargo del cuerpo
todo entero. Su voz, en los graves, ardía en la negrura para resucitar
en el agudo, del otro lado de la conciencia, y de un golpe,
arrastrándonos con ella en una deflagración de furores, gratificando los
nuestros, prisioneros; y al instante, sin alterar jamás el timbre, se
volvía murmullo, confidencia: y se hubiera dicho que algo dentro de
nosotros, informe, ignorado, esperaba esa voz desde la infancia para
destilar en ella su pena.
Entre la vehemencia, en ella, de un
destino en trance de cumplirse y el vuelo, sin cesar reiterado, del
corazón hacia el atractivo de un mundo a la vez estable y fluido; entre
la enormidad del tormento y una súbita suavidad, las palabras se
deslizaban sobre otro hilo que el del pensamiento, y el drama y sus
peripecias se reabsorbían en la cadencia. Después, estaban los gestos de
la cantante, gestos griegos anteriores a la Grecia que hemos heredado:
el brazo extendido, la mano paralela a la sien pero sin tocarla, en la
desolación.
El destino de María Callas fue luchar contra el
destino para convertirse, en la realidad tangible, en otra: la otra.
Éstos son los ejes estructurantes de “Master Class”, la obra del
dramaturgo norteamericano Terrence McNally que se estrenó anoche en el
Centro Cultural Provincial, espectáculo dirigido con las sabias manos
del director Agustín Alezzo para concretar un montaje escénico soberbio,
en el que todos los signos teatrales están potenciados para obtener la
excelencia. Así se destacan las luces de Tito Egurza, el exquisito
vestuario del elenco, firmado por Pablo Battaglia, y el de la primera
actriz, nada menos que realizado por las sobrias manos de Gino Bogani,
quien una vez más señala el camino de la elegancia y el estilo.
También se luce el elenco, integrado por Santiago Rosso, el pianista
que aprende y enseña; Lucía Silva, la joven soprano Sophie de Palma;
Lucila Gandolfo, la soprano de voz maravillosa Sharon Graham, y Marcelo
Gómez, el tenor Anthony Candolino, de voz contundente. Es muy buena la
interpretación de Hugo Argüello, un utilero casi de antología.
Y ella, la gran Norma Aleandro. Cuando habla, en seguida se sabe que
se está frente a una actriz de teatro. Lo demuestra con la proyección de
voz y los modos de articulación, que le permiten volcar sus parlamentos
con fluidez y naturalidad. No es lo único destacable. En su composición
de María Callas, hay pasión y entrega hasta alcanzar una apabullante
dosis de dramaticidad que la hace acreedora de la larga ovación que
recibió. Como entonces, como siempre y tal vez mejor que nunca, Aleandro
hace de la actuación un fenómeno mágico. Por imposible. Porque nadie
-excepto ella; el espectador está ahí para comprobarlo- podría
transitar, con ese espíritu especial, los dolorosos vericuetos de una
mujer golpeada por la vida y entregada con desmedida pasión al arte, a
su arte, que es el de todos nosotros. Esta actriz excepcional sólo
actúa. Y dicta cátedra. Y ahí estamos nosotros, que queremos ser sus
mejores alumnos.
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