Por ROGER COHEN 18 de agosto de 2016
Los habitantes de Mangueira, una favela en Río de Janeiro, observaron la ceremonia de inauguración de las olimpiadas desde los techos de sus casas. CreditMario Tama/Getty Images
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Cuando fui corresponsal en Brasil hace 30 años había una altísima tasa de inflación. Aumentaba en promedio 707,4 por ciento anual de 1985 a 1989. Los salarios de los pobres se acababan a las pocas horas de recibidos. Hubo tres monedas mientras viví en Río: el cruzeiro, el cruzado y el cruzado nuevo. La única forma en que los brasileños podían salir de esa situación, bromeaban, era por Galeão, el aeropuerto internacional.
Antonio Carlos Jobim, el compositor de “La chica de Ipanema” (y cuyo nombre ahora se añade al de ese aeropuerto), hizo la famosa observación de que “Brasil no es para principiantes”.
No lo era entonces y no lo es ahora. Es un país con una gran diversidad, como un Estados Unidos tropical, donde un abismo separa a los ricos de los pobres. Las tasas altas de crimen reflejan en parte esta división. La flexibilidad es un lujo en una cultura moldeada por el calor, la sensualidad, la samba y normas moldeables. La vida puede ser barata. Te adaptas o te mueres.
Edmar Bacha, un amigo y economista, ha acuñado el término “Belindia” para describir a Brasil: una próspera Bélgica sobrepuesta a una populosa India. Escribí un texto sobre los niños pobres del norte de Río, lejos de las playas de Ipanema y Leblon, que se divertían haciendo de “surfistas de tren”: viajaban sobre el techo de trenes a toda velocidad, en lugar de surfear en las olas del Atlántico. A menudo morían, electrocutados. Nunca olvidaré el cadáver torcido de uno de ellos en la morgue de la ciudad.
La desigualdad era parte de la historia, pero incluso en aquellos tiempos no era toda ella. “Tudo bem?”, preguntaba cuando me aventuraba a entrar en las favelas que hay por todas partes. “Tudo bem!” era a menudo la respuesta, junto con una sonrisa, incluso cuando todo iba terriblemente mal.
En una ocasión le pregunté a un empresario de São Paulo, José Mindlin, si le preocupaba la dirección hacia la que se dirigía Brasil. “Siempre me preocupo hacia el fin de mes”, me dijo. “Pero nunca me preocupo por el futuro”. Tenía razón. En Brasil los pesimistas no tienen cabida.
El país se ha transformado desde la década de los ochenta. La democracia y el tipo cambiario se han estabilizado. La clase media ha crecido de manera exponencial, aun cuando se encuentre bajo presión en este momento. Brasil destituyó a un presidente, Fernando Collor de Mello, y está en medio de un proceso de destitución en contra de otra, Dilma Rousseff, debido a cargos de manipulación del presupuesto. Ya no es fácil comprar la ley. El auge de productos que impulsó el rápido crecimiento de Brasil durante muchos años ha terminado. Aun así, Brasil se ha instalado cómodamente dentro de las 10 principales economías del mundo.
De acuerdo con el Banco Mundial, la expectativa de vida aumentó a 74,4 años en 2014, en contraste con los 63,9 de 1986 (en el mismo periodo, la expectativa de vida de los estadounidenses se incrementó solo en cuatro años). El analfabetismo es todavía muy alto pero se ha reducido drásticamente.
Hoy en día Brasil es menos Belindia que Franconesia (una buena parte de Francia sobrepuesta a una Indonesia): sus problemas persisten, pero solo un tonto podría negar que Brasil tendrá un papel protagónico en el siglo XXI. Como puede sentir cualquier asistente a los juegos olímpicos, Brasil tiene una cultura nacional alegre y poderosa. Es la tierra delTudo bem.
Todo esto para expresar que estoy cansando —muy cansado— de leer historias negativas sobre estos juegos olímpicos en Brasil: el enojo en las favelas, la violencia que continúa, el persistente abismo entre ricos y pobres, los ocasionales problemas de organización, el dopaje ruso y el mosquito brasileño, el dinero al que supuestamente se habría dado un mejor uso si no se hubiera extendido el metro que ahora va del centro a la próspera Barra da Tijuca (y así, entre otras cosas, permitir que los pobres consigan trabajo allí).
Primero decían que Brasil nunca iba a tener todo listo a tiempo para los juegos olímpicos; ahora que ha mostrado tanto éxito y ofreció una ceremonia de inauguración magnífica, se le acusa de no haber resuelto todos sus problemas sociales antes de que comenzaran los juegos.
Hay algo en los países desarrollados que no les gusta que un país en vías de desarrollo organice un evento deportivo de gran alcance. Escuché las mismas quejas en Sudáfrica cuando fue anfitriona de la Copa del Mundo en 2010: el crimen que arruinaría las cosas, la vergonzante pobreza y la ineficiencia que pesaría sobre los visitantes. El torneo fue un éxito. No recuerdo a ningún reportero que peinara las partes más pobres y regidas por el crimen del Reino Unido en 2012 con el fin de dar argumentos a las personas para refunfuñar sobre los Juegos Olímpicos de Londres.
Estos juegos son buenos para Brasil y para la humanidad: una medicina necesaria. Observen a Usain Bolt o a Simone Biles y siéntanse animados.
Mi imagen preferida es la de Rafaela Silva, la joven brasileña de la peligrosa favela Cidade de Deus en Río, quien ganó una medalla de oro en judo y declaró: “Esta medalla demuestra que una niña que ha soñado debe creer, incluso si toma tiempo, porque el sueño puede cumplirse”.
Ahora en las favelas algunos niños pueden soñar como Rafaela. Eso también es una historia.
Nytimes.com
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