Eran otros tiempos. La avenida no se llamaba Carrasco, el pavimento apenas llegaba hasta la bajada Puccio y pocos se atrevían a cruzar el Paraná a remo o a vela. La Cabaña del Navegante abrió en 1981, cuando la Rambla Catalunya no existía. Hoy, a sus espaldas asoma el proyecto inmobiliario que la desplazará.
La Capital |
Eran otros tiempos. La avenida no se llamaba Carrasco, el pavimento apenas llegaba hasta la bajada Puccio y pocos se atrevían a cruzar el Paraná a remo o a vela. Pero aún así, un grupo de amigos fundó La Cabaña del Navegante, una escuela de windsurf, guardería náutica, resto bar y lugar de reunión de los amantes del río. Desde allí partieron los primeros raid a Victoria en kayak y las “Rebalsa”, concursos de construcción de carrozas flotantes que se botaban en La Florida cada febrero. Con más de 30 años de historia, la primera guardería náutica de la ciudad cerrará a fin de mes, para dar lugar al avance de un complejo de departamentos que se construye frente a la rambla Catalunya.
Miguel Pache fue uno de los “muchachos” que estuvo desde el comienzo del proyecto, también es el único que permanece al frente de la guardería que, bien podría decirse, enseñó a los rosarinos a disfrutar del Paraná. Ahora serán sus hijos, Nahuel y Katriel, los encargados de seguir con La Cabaña, pero del otro lado del río.
En la ciudad que se postula como capital nacional del kayakismo, con un parque náutico estimado en más de 20 mil embarcaciones de las cuales la mitad son de remo, una guardería que pueda albergar alrededor de 300 kayaks y piraguas no parece sobrar.
Sin embargo, los dueños del lote irregular donde funciona la guardería vendieron el terreno para el desarrollo de un proyecto inmobiliario.
El condominio de 129 departamentos lleva el nombre de Barranca del Buen Aire y es uno de los tantos desarrollos que asoman sobre la avenida costanera norte y, una vez terminados, transformarán los verdes bordes de la ribera.
“Es una pena, pero en los últimos contratos que firmamos ya sabíamos que esto podía pasar”, dice Nahuel mientras recorre la guardería, casi completamente rodeada por el avance de las estructuras de hormigón. En 20 días, el lugar debe entregarse limpio y vacío y hay todavía mucho trabajo por hacer.
Y como en toda mudanza, aparecen objetos, fotos y recuerdos de días pasados. Cartas, fotos, notas oficiales y revistas que Nahuel acomodó en una carpeta y repasa para contar todo lo que pasó cuando él ni siquiera había nacido.
La Cabaña del Navegante abrió en 1981, cuando la rambla Catalunya aún no existía, la calle era de tierra y ese sector del río era territorio casi exclusivo de los socios de los clubes de la costa. Entonces, un grupo de fanáticos del windsurf armó una escuela para enseñar a desplazarse sobre una tabla a vela.
El primer local era una construcción pequeña, de madera, con techo de tejas rojas a dos aguas y alguna pretensión de estilo que todavía sobrevive en el fondo del terreno, rodeada de bananeros y enormes cipreses. Y, cuando el negocio fue creciendo, se construyó el quincho con techo de paja, barra de madera y un hogar siempre encendido.
El río era una fiesta. Sin embargo, más que como escuela de navegación, La Cabaña creció como guardería náutica. Y fueron los fanáticos del remo los que la hicieron más popular. En la guardería se organizaron los primeros raid a Victoria, cuando la llegada de veleros, kayaks y piraguas marcaba puntualmente el inicio de los festejos del carnaval de la ciudad entrerriana.
Y si bien esa fue la más conocida de las travesías imaginadas en largos almuerzos e interminables atardeceres, hubo otras más coloridas.
“Mirá esto”, propone Nahuel y saca un álbum de fotos amarillo que lleva la palabra “Rebalsa” escrita en la tapa.
El nombre alude a las regatas que anualmente se corrían entre la rambla Catalunya y el balneario La Florida en febrero, como parte de los festejos de carnaval.
Lo particular de las pruebas era los vehículos en competencia: balsas artesanales disfrazadas de carrozas con tripulantes también disfrazados.
Los carteles que invitaban al evento prometían entrega de premios con baile de riguroso disfraz y pico libre de clericó. La entrada costaba tres australes. Y las fotos muestran balsas que reproducían una mesa de operaciones con cirujanos y enfermeros atendiendo a un gorila o un auto de carrera, con todo el equipo de corredores y mecánicos.
“Fue una época muy linda”, suma Miguel, casi sin quererlo, mientras escucha a su hijo. Y esboza una explicación para todas aquellas osadías: el espíritu que imprimió en la ciudad el comienzo de un nuevo período democrático.
“Eran otros tiempos, la llegada de la democracia empujaba a juntarse y hacer cosas. Había mucha gente con ganas de hacer cosas, era otra ciudad”, explicó el hombre con una carcajada contundente y corta.
Después, vuelve a callar. Y ordena un poco la barra del lugar, tan llena de objetos como de recuerdos, para posar junto a sus hijos para la foto que ilustra esta nota.
Ahora serán ellos los encargados de mudar la guardería a la isla, pero esa ya será otra historia.
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