lunes, 14 de enero de 2013

“Programa de Prevención de Muerte Súbita en Deporte de Alto Rendimiento”


Ubicado en San Nicolás y Salta, mantiene intacta su impronta y fisonomía original desde la década del 20.


El Rosarino, el bar donde todavía habita la magia del pasado
El bar El Rosarino, ubicado en la esquina de San Nicolás y Salta, es una verdadera institución social, un lugar de encuentro con sabores de antaño. En la fachada se conserva el cartel de publicidad de naranja Crush. Por dentro, las mismas sillas, mesas, mostradores, heladeras, piso –salvo los ventiladores de techo– se mantienen como en su origen, impecable. Por sus mesas pasaron trabajadores del ferrocarril, de fábricas, vecinos, siempre gente de trabajo. Se puede disfrutar de la buena cafetería, de facturas, venta de cigarrillos, sándwiches de miga, familiares o entregarse a un clásico “carlitos”, no muchas cosas más. El lugar conserva intactas historias matizada con anécdotas, de uno de los pocos bodegones que quedaron del siglo pasado y se conservan aún en pie en la ciudad.
Manuel Antonio Castaño nació en Asturias, al norte de España, y llegó a Rosario en 1923 para comprarle un negocio a un tío, que estaba emplazado en el Cruce Alberdi, donde actualmente está el monumento a Eva Perón y hay un gran reloj. Luego se demolió y se arraigó en frente, en San Nicolás al 200. Manuel trabajó hasta los 74 años, hasta que murió. Su hijo, Roberto, comenzó a trabajar en el bar mientras cursaba el colegio secundario.
“Una cosa es hablar de bares viejos y otra de los mismos dueños. Hasta la época de Martínez de Hoz se vendían 20 kilos de café por día y pasaban más de 5 mil personas en el Cruce Alberdi. Hoy se vende un kilo y medio. En la época de los colectivos de antes, cuando los tomaba la barrera del tren, se bajaban los pasajeros con el chofer a tomarse una cerveza. Nunca me interesó abrir de noche. Abro a las 5.30 y se cierra a las 19 o 20. Los domingos y feriados está cerrado”, explica Roberto.
El Gallego, como lo llaman los conocidos, revela que su clientela es de muchos años y que otros llegan por curiosidad. “Hay una señora de casi 90 años que viene con el hijo que está jubilado, y recuerda siempre cuando su padre trabajaba en el ferrocarril y le llevaba la merienda en una valijita de cuero, que aún conserva. Se queda mucho tiempo sentada, mirando las vías”, relata.
“En la época de Entel venían a desayunar los empleados. Un día vino a buscarlos el jefe, que era medio cabrón, y se escondieron en la cochera que está al lado del bar, la levantaron y se fueron por ahí. En ese entonces, Entel tenía 1.200 empleados, hoy Telecom tiene 150”, destaca Roberto.
Divertido, Castaño recuerda que cuando estaban los inspectores de colectivos, –los famosos “chanchos”–, a uno de ellos le habían comentado que uno de los choferes se bajaba a tomar unas cañas a las cinco de la mañana. “Un día el chancho se sentó a esperarlo en el bar y cuando lo vi entrar le hice señas al chofer que estaba sentado. Entonces, cuando entró, me preguntó: «Gallego, ¿tenés cambio»?, afirma entre risas.
Más adelante, Roberto explica que en la época donde nadie daba fiado, él lo hacía. Incluso lo sigue haciendo hasta el día de hoy. “Hay un grupo de changarines que viven en frente, sobre las vías del tren, y les fío los cigarrillos durante todo el mes y cuando cobran vienen a pagarme”, cuenta.
Personajes
En El Rosarino, eran habitúes personajes como José Ríos, campeón de boxeo y además se filmaron películas como “¿De quién es el Portaligas?”, de Fito Páez; “El Rosariazo”, de Gustavo Postiglione; y un corto para Buenos Aires, entre otras.
“Cuando era chico, mi mamá nos mandaba en el tranvía, desde el negocio que tenía mi abuelo materno, en Juan José Paso y avenida Alberdi, hasta el bar. Entonces mi mamá lo llamaba a mi papá por teléfono y le decía: van en el tranvía 4, coche 25, por ejemplo. Y el chofer nos bajaba a los dos. Tenía 7 años y mi hermano 12”, cuenta el Gallego con nostalgia.
“El bar es toda mi vida, la de mis padres, es mucha nostalgia, mucho sacrificio, y mucho de lo que disfruto es producto de todo eso. Trabajo igual que mi padre, que me dejó el legado de la honestidad, hoy en día te niegan lo que firman”, subraya.
“Para mí seguir trabajando es como un hobby. Muchos se quieren jubilar, pero la jubilación llama al ostracismo y yo en el bar estoy en contacto con la gente. Cuando uno llega a las 8, ya sé lo que pasó, porque me lo cuenta un taxista o un colectivero. Siempre estoy al tanto de los hechos. Por más que vengan y no consuman nada, para mí es una satisfacción porque charlamos y tenemos cierta complicidad con los clientes. Uno conoce gente de toda la vida”, concluye detrás de la barra del ya mítico El Rosarino.

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