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miércoles, 15 de junio de 2016
El tango de la corrupción: breve historia de la impunidad en Argentina
BUENOS AIRES — Argentina volvió a cambiar de dirección política en un zigzag centenario que va de izquierda a derecha y viceversa. Aunque este ritual obsesivo es traumático, lo más sorprendente es que el lenguaje casi nunca cambia: los poderes son corruptos, sácalos del gobierno.
Esto es válido para todo el espectro político. Cuando un titular es acusado de corrupción, lo sacan los votantes o un golpe de Estado. A menudo son citados en los tribunales pero los procesos judiciales no llegan a ninguna parte en manos de investigadores políticamente cautelosos o los jueces. Con el tiempo, los reformadores también son acusados de corrupción y el ciclo se repite.
El actual giro involucra a la populista Cristina Fernández de Kirchner, quien fue presidenta desde 2007 hasta el año pasado, y su marido Néstor, quien la precedió en el periodo 2003-2007 y murió en 2010. Su sucesor, Mauricio Macri, de centro-derecha, prometió acabar con la corrupción y dinamizar la economía argentina.
El resultado: Cristina Fernández ha sido acusada de organizar una operación de divisas a un precio artificialmente bajo que benefició a los inversores ricos y le costó miles de millones de dólares al Banco Central de la República Argentina.
Mientras tanto las noticias de los canales de televisión transmiten imágenes de retroexcavadoras en una granja de la Patagonia, donde se rumorea que la gran fortuna de los Kirchner está enterrada. Otros funcionarios de la época kirchnerista son acusados de soborno, malversación y apropiación indebida de fondos públicos.
¿Esto significa que Fernández de Kirchner ha sido humillada para siempre? Difícilmente. Un gran segmento de la población todavía la ve como una defensora de los pobres y la consideran una aspirante con fuerte potencial para las elecciones presidenciales de 2019.
Aunque eso pueda parecer extraordinario para los extranjeros, nada de esto es nuevo para los argentinos.
Las grandes divisiones políticas se remontan a la independencia de Argentina a principios del siglo XIX, una época de disputas sangrientas entre los defensores de la autoridad local o el fuerte gobierno central. Revueltas y guerras civiles se sucedieron una tras otra, ya que los propietarios se enfrentaban a sus rivales y usaban gauchos como soldados.
En el siglo XX, las grietas volvieron a abrirse entre los caudillos y líderes más elitistas, en ese tiempo era normal que todos los bandos acusaran de corrupción a sus enemigos.
En 1930 un golpe militar derrocó al presidente progresista Hipólito Yrigoyen, quien fue encarcelado por cargos relacionados con compras fraudulentas del gobierno. Pero ninguna de las acusaciones fue demostrada.
En las décadas de 1940 y 1950, el general populista Juan Domingo Perón y su segunda esposa, Eva, acusaron a los “oligarcas” de la explotación vivida por la clase obrera.
Los generales alineados con la clase alta que Perón vilipendiaba lo expulsaron de la presidencia en 1955 y ordenaron una investigación por acusaciones en su contra que incluyó la malversación de los ingresos por exportaciones agrícolas y relaciones sexuales con chicas adolescentes. Pero luego de una larga investigación (y una exposición de la colección de joyas de Eva, quien ya había fallecido) no se llegó a resultados concluyentes.
Durante los 18 años siguientes, mientras Perón estaba exiliado en Madrid, los gobiernos militares expulsaron a los sucesivos presidentes elegidos y, por lo general, citaban cargos de corrupción como una justificación de sus actos.
Perón volvió al poder en 1973 pero murió un año después y fue sucedido por Isabel, su tercera esposa. Ella fue acusada de quedarse con las ganancias de una institución gubernamental de caridad y en 1976 fue expulsada por otro golpe de Estado, aparentemente, para reactivar una economía empobrecida por las políticas populistas impulsadas por Perón.
Fue entonces cuando la división política argentina alcanzó su punto más bajo, con un descenso a la barbarie de los gobiernos militares que implementaron la tortura, el asesinato y la desaparición de decenas de miles de opositores, muchos de ellos jóvenes.
Solo después de que los generales provocaron y perdieron una guerra con el Reino Unido por las Islas Malvinas e incurrieron en una deuda externa agobiante se logró que convocaran a unas elecciones democráticas en 1983.
Luego empezó un raro interludio. Parecía que la amplia repulsión por los horrores de los gobiernos militares disiparon los viejos odios de Argentina cuando un político llamado Raúl Alfonsín, conocido por su honestidad, fue elegido presidente.
Pero el sueño de una Argentina unida no duró. Carlos Menem ganó la presidencia en 1989, un peronista de derecha que conducía un Ferrari Testarossa que le habían regalado unos empresarios italianos.
Durante su gobierno privatizó las empresas de telefonía, gas, electricidad y petroleras por lo que pronto se vio envuelto en acusaciones de corrupción. Él no ayudó a disipar las dudas cuando los periodistas le preguntaron por el Ferrari y les respondió: “¡Es mío, mío, mío!”.
Sin embargo, su reputación de corrupto no afectó a los votantes. Incluso se las arregló para cambiar la constitución y lograr su reelección en 1995. Una observación que se oye a menudo cuando la gente se refiere a él, explica muchas cosas: “Roba pero hace”.
Por desgracia, las radicales reformas de libre mercado que ejecutó incrementaron y agravaron el desempleo por un periodo que duró más que su gobierno. El impago de la deuda externa y la catastrófica crisis económica de 2001 llevaron a su sucesor, Fernando de la Rúa, a decretar un estado de emergencia y renunciar a la presidencia. Después De la Rúa enfrentó acusaciones, que no fueron probadas, de haber sobornado a senadores para que aprobaran una reforma a la ley laboral.
Esto nos lleva de nuevo a la populista Fernández de Kirchner y los esfuerzos de Macri por conseguir que los jueces argentinos notoriamente flexibles la investiguen.
¿Finalmente Argentina enfrenta su corrupción endémica? Es difícil de decir. Sebastián Casanello, el juez que ordenó las excavaciones en la granja de la Patagonia, también investiga a Macri porque
su nombre aparece
en el consejo de administración de una sociedad offshore que apareció en el escándalo de los Papeles de Panamá.
Sin embargo, cuando la corrupción y las acusaciones escabrosas se vuelven tan escandalosas, alcanzan un punto en el que los ciudadanos apenas se asombran. En Argentina esa coyuntura empezó hace mucho tiempo. Hoy en día los tribunales federales son extremadamente lentos con un laberinto de jueces, a menudo tan corruptos como los políticos que investigan, dice Luis Moreno Ocampo, un activista contra la corrupción. “Es un sistema de jueces que encubren la corrupción en lugar de investigarla”, dice.
Y la impunidad de la corrupción crea un profundo cinismo en toda la sociedad.
Vale la pena recordar el caso de René Favaloro, un célebre cardiólogo argentino de la década de 1960, quien fue el pionero de una técnica debypass coronario en Cleveland, y luego regresó a su país para establecer una fundación cardiovascular. Su integridad y generosidad (operaba gratis a los pacientes más pobres) lo convirtieron en una leyenda.
Pero esos rasgos fueron su perdición. Cuando se negó a pagar los sobornos exigidos por los funcionarios de los servicios de salud, el instituto estatal de pensionistas se negó a cancelar lo que le debía de las operaciones dejándolo al borde de la quiebra.
“He sido derrotado por esta sociedad corrupta que lo controla todo”, escribió en una famosa carta en la que decía que prefería morir antes que sobornar. A continuación se pegó un tiro en el corazón.
Eso fue hace 16 años. En vez de sucumbir al viejo ciclo de la corrupción y sus relaciones con la política, Argentina necesita enfrentar a la corrupción en su núcleo para combatir con éxito a este viejo flagelo que corroe a una democracia todavía frágil.
Por esto será necesario, antes que nada, tener un poder judicial verdaderamente independiente que no caiga rápidamente en acusaciones sin fundamento y, cuando se determine la culpabilidad, dictamine algo más que las condenas simbólicas destinadas principalmente a desacreditar a los oponentes políticos.
Lo más importante es que esa guerra debe ser librada donde se produce la corrupción, no solo entre los enemigos políticos.
Nytimes.com
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