lunes, 17 de diciembre de 2012

De María Soledad a Marita: el poder feudal argentino


Una desnudó la impunidad de un poder despótico provincial. La otra, es una desaparecida de la democracia, cuya madre ha develado el horror de la trata.


“Cuando el tirano cae, su poder termina. Cuando la víctima muere, su poder empieza”, es la frase guía de mi primer libro, Catamarca, que comenzó como un reportaje y se convirtió en la crónica del poder feudal de una provincia que desnudó el poder de la tragedia de María Soledad Morales. La jovencita que pasaba más horas frente al televisor que en la escuela, que soñaba con ser modelo y cuyo cuerpo mutilado, como muestra macabra de las múltiples violaciones, despertó otro poder dormido, una conmovedora gesta de mujeres, la de sus compañeras y la de la directora del Colegio del Carmen. La monja Marta Pelloni rompió con la odiosa tradición argentina de tapar los pecados de la institución religiosa donde estudiaba María Soledad y se puso al frente de una tan original como eficaz protesta: las marchas del silencio. Mezcla de procesión religiosa en una sociedad dominada por la devoción a la Virgen del Valle y de ronda muda de las madres del pañuelo blanco que en las plazas del país increpaban al poder y pedían por sus hijos en cuanto fueron abriendo para todos los argentinos demandas de verdad y justicia. Hoy la verdad es peligrosa, y por eso se la disfraza. Sin embargo, la falta de justicia sigue siendo la demanda que se grita en las plazas: otras madres que buscan a sus hijos se han agregado al repertorio de un país que ha hecho de la muerte y la violencia un rasgo de identidad.
María Soledad apareció muerta al costado de un camino, el cuerpo destrozado, desfigurado. Corría 1990. Entonces, habíamos transitado tan sólo ocho años de democratización. Para mí, el crimen de la jovencita semejaba otra desaparición. Todos podían reconstruir con minuciosidad los pasos de María Soledad: desde que salió de su casa, la fiesta donde ella recogía las entradas, el auto Fiat que la levantó en la calle y “la boite”, donde se la vio por última vez. Ahí la joven se perdía, desaparecía, oculta por el miedo colectivo. Ese gran domesticador de las rebeldías. Sin embargo, el encubrimiento político para proteger al principal sospechoso, Angel Luque, el hijo de un diputado nacional que vivía en Buenos Aires y regresaba los fines de semana a Catamarca, ahijado del entonces presidente de la Nación, Carlos Menem, sacó el crimen de las páginas policiales y puso luz sobre lo que siempre había sido oculto entre nosotros: las “fiestas negras” de los hijos del poder. La muerte de María Soledad condensó antes que nadie la situación de las muchachas pobres de provincia, doblemente vulnerables por su condición de mujeres pobres, “las chinitas” en el peyorativo decir de las damas de “la buena sociedad”, ya no sólo el patriciado provincial sino esa nueva casta social, la de la política, que con sus “ismos” –clientelismo, nepotismo, electoralismo– fue configurando un poder feudal, perpetuado ahora en las reelecciones indefinidas de muchas de nuestras provincias.
A la par que el país estrenaba la democracia, también inaugurábamos esa transmisión de la historia en directo, la televisión en vivo. Decenas de periodistas nos trasladamos a la calurosa Catamarca, a la que le calzaba la descripción de Galeano del feudo: “La ciudad vivía con el aliento cortado, el aire estaba amenazado por la desconfianza, se hablaba en voz baja, las voces no coincidían con las caras”. La ignorancia sobre Catamarca aumentaba la distancia geográfica de Buenos Aires, la orgullosa capital que había vivido de espaldas a esos rostros aindiados y esa vida de provincia que transcurre entre velorios y casamientos. El humor popular se burlaba del gobierno de los parientes y sustituyó el juramento de práctica de los nuevos ministros por el “Sí, tío”.
Tal vez porque tengo más entrenada la mirada de la cronista y el texto de la narradora, puse mis ojos antes en la sociedad, la aldea, que en el expediente judicial. En las horas de la confraternización del trabajo –lo que más extraño de la vida de periodista– corregía a los más jóvenes cuando equiparaban Catamarca con el Macondo de García Márquez: “No se engañen, éste no es un caso de ficción. Aun cuando nos duela, Catamarca es rigurosamente Argentina”.
Los prejuicios corrían sueltos, sobre todo los que actualizaban el “por algo será” de la dictadura por el “ella se lo buscó”, la estigmatización de las víctimas por temor a responsabilizar a los verdaderos culpables, que se protegen en la impunidad que les da el poder. Sin preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad adulta por la forma en que vivimos y cómo desprotegemos a esas jovencitas, asustadas o deslumbradas ante el primer canalla que les ofrece fama o dinero. La matriz que inmoló a María Soledad y se repite por centenas en cada rincón de nuestro país, “desaparecidas” de la democracia cuyos rostros vemos en cada viaje de avión, estampados sobre las máquinas que detectan los metales, ya sin espacios vacíos, naturalizados ante nuestros ojos de viajeros frecuentes. Sin que veamos que se utilice la televisión pública, ya que su función social se lo exige, en beneficio de la información que ayude a prevenir, buscar a las que no están, y sobre todo hacer visible lo que se vive oculto. Eso es lo que puede hacer la televisión, tan denostada hoy. Veinte años atrás la irrupción de la televisión acercó a las provincias y, como en el caso de María Soledad, se hizo justicia gracias a una cámara indiscreta que mostró la parcialidad y la complicidad de los integrantes del Tribunal. Un segundo juicio condenó a Angel Luque.
Entonces la televisión se vivía como un rasgo de modernidad, y hoy está sentada en el banquillo de los acusados porque se espectacularizaron los informativos, se tercerizó la información, los noticieros chorrean sangre, y por debatir sobre la titularidad de los medios postergamos el debate sobre los códigos éticos y la responsabilidad a la hora de informar sobre ausencias como las de Marita Verón. Nada mide mejor el estadio de desarrollo de una sociedad que la calidad de su debate público. ¿Alguien cree que se puede debatir en un plató de la televisión teniendo al frente a una madre que llora a su hijo muerto? ¿Alguien cree que se puede legislar con prudencia si las leyes salen al calor de los escándalos, al impulso de la indignación popular? Si María Soledad expuso descarnadamente la situación de las mujeres pobres de provincia, doblemente disponibles por pobres y mujeres, ahora, el poder de otra víctima, Marita Verón, por la tenacidad de su madre Susana Trimarco y las redes de mujeres que la acompañan y sostienen, veinte años después, desenmascara lo que fue creciendo ante nuestros ojos y nadie quiso ver. Por hablar tanto de dinero nos desentendimos cuando el Estado se fue en retirada, se privatizó la misma idea de bien e interés público y, ya se sabe, cuando no hay Estado, el crimen organizado ocupa su lugar, esa promiscuidad de intereses que mezcla política, jueces, policía con los rentables negocios de la ilegalidad. De modo que no es una cuestión ideológica que se resuelva con sólo reivindicar la intervención del Estado como corrección al denostado “neoliberalismo”. De lo que se trata es que, si efectivamente queremos combatir el tráfico de personas, la esclavitud de mujeres obligadas a la prostitución, se haga de estas ausencias causa de todos y no propaganda de algunos. Ahí, al alcance de nuestro horror están los ejemplos de México y Brasil, que se invocan como modelos de economía sin que pongamos los ojos en los escuadrones de la muerte, la pobreza colgada de las colinas y la corrupción política que se financia con el dinero sucio del tráfico. No alcanza con decir, tal como me lo advirtió diez años atrás Gino Germani, un especialista en mafias rusas: en el siglo XXI, el tráfico más rentable será el de las personas. No alcanza con despotricar contra las corporaciones, el neoliberalismo, el capitalismo, si cada uno de nosotros es incapaz de ponerse en el lugar del otro, o poner nuestro privilegio de estudio para desentrañar la cultura del consumo que ha hecho del cuerpo de las mujeres una mercancía, del egoísmo una marca de relación, de la política un medio de enriquecimiento. Y de nuestro país, una triste caricatura de sí mismo, incapaz de hacer de la historia una pedagogía, que ha hecho de la muerte y el sufrimiento una marca de identidad: esas madres del dolor que ocupan las plazas públicas en demanda de justicia; como ya lo dijeron los griegos, que las escondían, no hay nada más perturbador que una madre que llora al hijo que no está, porque subvierte el orden público. Como tener miedo en democracia, invocar los derechos humanos y negar al otro; que a treinta años de la democratización, el país entero se ha feudalizado con poderes personales que manejan las cuentas públicas como si fueran un botín propio, los cargos se distribuyen entre parientes, sin independencia judicial ni pluralismo parlamentario. Cada tanto, el dolor y los gritos de la familia del dolor nos desperezan de la modorra nacional. No porque el poder de la víctima resquebraje ese poder familiar, como sucedió en la Catamarca de los Saadi, sino porque ya naturalizamos las muertes jóvenes y por eso fueron despojados de su poder de víctimas.
Inicié esta crónica con la frase que guió mi libro Catamarca. Como escribí entonces a modo de conclusión, me repito: “Catamarca no sólo vivificó en mí la siempre legítima defensa de la verdad y justicia, sino que me confirmó la inutilidad de la violencia: las crisis económicas se resuelven en décadas, los enfrentamientos civiles consumen generaciones”.

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