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domingo, 18 de octubre de 2015
El aborto en Argentina: de eso no se habla
La campaña presidencial que termina en apenas 5 días ha sido una de las más anodinas que se recuerden. Este efecto se debe, por un lado, al despropósito de haber destinado casi todo el año para el proselitismo. Padecimos el desdoblamiento amañado de los comicios provinciales, nacionales y las primarias de todo tipo. Por el otro, a la decisión casi unánime de los candidatos de hablar como vendedores de dentífrico o viajes “all inclusive” fue definitoria. El 2015 ha sido el tiempo del eslogan fácil. Palabras dulces al oído, críticas básicas al oponente sin abrir chance de debate.
Se han escuchado propuestas de una “profundidad” abrumadora: hay que construir de abajo hacia arriba, dijo uno a quien le sólo le faltó citar la ley de gravedad de Newton. Yo sé lo que hay que hacer, contestó el otro sin ponerse colorado. Ni cambio ni continuidad, hacer lo que hay que hacer, remató un tercero ratificando la ley del tercero excluido enunciada unos cinco siglos antes de Cristo.
Las vedettes del sistema han sido los asesores de imagen. Especialistas cuya biblia son las encuestas y los focus group a los que se rinde adoración indiscutible parieron el vaciamiento de definiciones contundentes.
Quizá sea por ello que el tema del aborto, entre tantos, haya estado prácticamente ausente de este momento político. No importa que cientos de miles de mujeres mueran en nuestro país víctimas de complicaciones de salud por interrupciones de embarazos clandestinos. No tiene trascendencia que se hable del empoderamiento de ellas y del respeto de género. Ya se sabe que se viven tiempos de revoluciones retóricas en donde importa que algo se diga aunque sea negado por la realidad o que resulte incomprobable empíricamente. El relato ha cobrado una fuerza macondiana que crea espejismos colectivos que niegan la capacidad de distinguir entre lo que se dice y lo que efectivamente pasa.
La Argentina merece una discusión sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre este tema. La última vez que esto ocurrió fue cuando se redactó el actual Código Penal a principios del siglo pasado. Inadmisible. Es cierto que se han ingresado sistemáticamente proyectos en el congreso nacional a lo largo de estos últimos 30 años. Lo es también que la presión religiosa ha impedido siquiera tratarlos. La Argentina es un país con población mayoritaria cristiana y esto debe respetarse. Pero antes que nada, nuestra nación es una república laica. Que los lobbies religiosos impongan un modo de pensar o que los dirigentes hagan primar su intimidad creyente para no abrir al debate es propio de una teocracia.
Nadie debe pretender establecer una ley universal e indiscutible sobre un tema que no tiene certeza científica unánime ni mucho menos criterio moral pacífico. La moral es un conjunto de valores individuales que relacionan a una persona con sus creencias. Pretender regularlas, suponer que el estado está para promocionar que sus ciudadanos sean “buenos” a su gusto y piacere es un taparrabos jurídico para asomarse al autoritarismo.
Nos merecemos una ley que respete todas las opiniones. Y para eso, hace falta un debate en el lugar en donde las repúblicas discuten la organización política de la convivencia territorialmente compartida: en el Congreso.
Con este ánimo, sin pretender dar lecciones de moral que no corresponden, anticipando que es fundamental garantizar el irrestricto derecho de todos aquellos que se oponen al aborto, es que se propone poner a consideración de este colectivo (probablemente mayoritario) y de todos algunas ideas que puedan sumar a la discusión reclamada.
Hablar del aborto implica hablar del concepto del inicio de la vida. Es bueno decir que no hay coincidencia científica al respecto. No hay “un” patrón de los estudiosos (no se habla de “nosotros”, los que no investigamos en serio el tema) respecto de cuándo comienza la vida humana. De hecho, a lo largo de la historia y del globo terráqueo las posiciones son diversas. Se insiste: creer que no hay que debatir el tema del aborto porque la vida comienza sin dudas desde la concepción en el seno materno es sólo un prejuicio. Para la ciencia, esto no es verdad. Algunos científicos así lo creen. Otros no. Frente a esta disyuntiva, un estado respetuoso de la ciencia y no de los prejuicios debe garantizar a mayorías y a minorías que se respeten estos criterios sin que se imponga a los otros un concepto individual, moral si se quiere. Ni los que están en contra del aborto pueden ser obligados a pensar de otra forma ni, de la misma manera, quienes defendemos el derecho de las mujeres debemos ser obligados a actuar fuera de la ley.
Algunos ejemplos. Dalmacio Vélez Sarsfield y los posteriores codificadores civilistas consideraban que la vida comenzaba desde la fecundación del óvulo y el espermatozoide. Pero con una excepción: si “la persona” naciese sin vida, se consideraría como no existida. La concepción, pues, se anula. No existió nunca. ¿Qué significaba esto? ¿Que la vida como tal es si resulta viable? ¿Se contradijo Vélez? No, por supuesto. Apenas reflejó eso que ya se explicó como la no existencia de una verdad revelada, única y pacífica al respecto. El actual código de este año sostiene la misma posición.
Una parte de la ciencia considera que hay vida humana cuando se perfecciona el sistema nervioso central que nos distingue, en cuanto a racionalidad, respecto de las otras especies animales. No es un capricho que otras legislaciones que aceptan la interrupción del embarazo pongan esa barrera de tiempo: 12 o 13 semanas. Allí hay sistema nervioso central completo. Allí, para ellos, empieza la vida.
Esta idea de inicio de la vida se condice cabalmente con lo que se establece (incluso en la Argentina) respecto del fin de ella. No se muere cuando no hay ningún tipo a vitalidad celular minúscula. En nuestro país, se pierde la vida para el derecho cuando la actividad del mismo sistema nervioso central es irreversible. De hecho, se ablacionan allí los órganos que sirven para el heroico acto de su donación. No se espera hasta que todo signo de vitalidad celular se haya apagado.
Entonces: si la muerte es cuando el sistema nervioso central ha claudicado, ¿no podrá considerarse, científicamente hablando, que su inicio es el extremo opuesto mirado desde este punto de vista? Esto creen muchos estudioso de la ciencia. Eso aceptamos mucho y pedimos que nos sea respetado por ley. Como es el derecho (no el mandato bíblico) a donar órganos o no con muerte cerebral.
Por fin, y ahora sí en el terreno de la opinión, no hay dudas que el machismo es tan poderoso como la obcecación dogmática, capaz de para que el tema del aborto se trate como ley o se discuta en una campaña electoral. Si la gestación fuera un proceso masculino este tema ya se habría zanjado hace rato.
Aquí hay varias discriminaciones hacia las más débiles: hacia las mujeres aún postergadas como seres iguales ante la ley. Y, con estruendoso silencio, hacia las mujeres pobres que no tienen la chance de contribuir con la hipocresía de seguir escondiendo el tema mientras el dinero que no poseen y que les garantiza a otras estas prácticas con profesionales y en instituciones que bien cobran para la seguridad del aborto y el anonimato de hacerlo. Es el mismo machismo que pide infierno a las mujeres que deciden en la intimidad de sus cuerpos y a la par anatematiza todo programa de educación sexual, el acceso a la anticoncepción moderna e incluso de emergencia frente a aberraciones como violaciones o riesgo en la salud del género femenino.
La maternidad es una gozosa y monumental experiencia humana que, para que sea tal, merece del derecho a ser elegida. No hay mandato que pueda imponerla. Quien así lo crea, merece el respeto y la protección legal. Igual a las que opinan lo contrario. La elección ennoblece cualquier acto, incluso éste. La imposición inapelable degrada semejante alegría de prolongar la especie.
Nada menos que en este día, conviene honrar a las madres que libremente lo han decidido, que en igualdad de condiciones y de seguridad física lo han transitado sabiendo que se respeta a una mujer dándole derecho a ser idéntica a los hombres, en serio, sin prejuicios ni libertades vigiladas.
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