Instaurada en 1902 durante la segunda presidencia de Julio Roca, establecía que ninguna nación extranjera podía usar la fuerza para cobrar una obligación financiera. Detalles de una audaz política de Estado.
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El reciente punto de conflicto por el manejo de la deuda pública nos permite recordar uno de los episodios de mayor lucidez de nuestra política exterior. En 1902, ante el incumplimiento de obligaciones derivadas de la deuda soberana de Venezuela, sus acreedores, Gran Bretaña, Alemania e Italia recurrieron a un hecho de fuerza para satisfacer sus créditos: bloquearon sus puertos. En medio de una crisis interna de envergadura, el gobierno de Caracas se había visto obligado a suspender los pagos del servicio de su deuda.
Los hechos conmueven al continente. En ambos extremos del hemisferio, surgen posiciones divergentes. El presidente norteamericano Teodoro Roosevelt, parece mirar para otro lado. Concretamente, para no enfrentar conflictos con potencias europeas, olvida la Doctrina Monroe que buscaba aislar al hemisferio americano de las recurrentes crisis de la política europea.
En la Argentina gobierna el general Julio A. Roca. Lo hace por segunda vez, desde 1898. Nace en nuestro país una fuerte reacción contraria a la intervención europea en Venezuela: las incursiones de las potencias europeas en Asia y Africa resultan intolerables en América.
En nota a su par norteamericano, Roca reclama que se aplique el contenido de la Doctrina Monroe al caso venezolano. Su canciller, Luis María Drago, elabora una doctrina que llevará su nombre y que establece que en los casos de créditos tomados por estados nacionales, "el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana y es condición inherente de toda soberanía que no pueda iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella, ya que ese modo de cobro comprometería su existencia misma, haciendo desaparecer la independencia y la acción del respectivo gobierno". Es decir, Roca-Drago argumentan el rechazo al uso de la fuerza para cobrar deudas contraídas por estados soberanos.
Lejos de fomentar el incumplimiento de las obligaciones, el presidente Roca y su ministro Drago reconocen que "el desprestigio y el descrédito de los Estados que dejan de satisfacer los derechos de sus legítimos acreedores, trae consigo dificultades de tal magnitud que no hay necesidad de que la intervención extranjera agrave con la opresión las calamidades transitorias de la insolvencia".
Dice también el oficio del canciller argentino dirigido al Secretario de Estado John Hay: "Transmita al gobierno de los Estados Unidos nuestra manera de considerar los sucesos en cuyo desenvolvimiento ulterior va a tomar una parte tan importante, a fin de que se sirva tenerla como la expresión sincera de los sentimientos de una nación que tiene fe en sus destinos y la tiene en las de todo este continente, a cuya cabeza marchan los Estados Unidos, actualizando ideales y suministrando ejemplos".
El intercambio de notas posteriores entre ambos gobiernos revelan que si bien la administración norteamericana continuó argumentando que la doctrina Monroe no podía ser invocada con el objeto de no satisfacer deudas, al tiempo que sostuvo que el arbitraje es el mecanismo que debe ser utilizado en casos de conflicto como el que tiene lugar en ese momento en Venezuela y de ninguna manera no hay una adhesión a la posición argentina, se buscó al mismo tiempo evitar una confrontación directa entre ambos gobiernos.
Decenas de artículos en los EEUU apoyaron la posición argentina. En América Latina, tuvo un apoyo entusiasta y generalizado. Roca en su menaje anual al Congreso leído cinco meses después el 1 de mayo de 1903, dice respecto a la llamada "Doctrina Drago" desde una posición conciliadora: "La respuesta del gobierno de Estados Unidos concuerda en el fondo, con estas declaraciones y recomienda el arbitraje internacional para el arreglo de cuestiones que surjan con motivo de obligaciones nacionales". En 1907, el Presidente Theodore Roosevelt, en la segunda conferencia Internacional de La Haya, presentará una versión de la doctrina Drago, aprobada por una mayoría de 46 países. En ese momento, dicha posición era funcional a los intereses globales de los EEUU.
La gestión Roca-Drago, hace ya más de cien años, permite e invita a repensar una fórmula de discrepar con las potencias centrales sin desplegar una política de confrontación tan innecesaria como a menudo contraproducente.
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